Un arma asesina de calibre SARS-Cov2.

Se lo puedo asegurar, la mayoría de las veces la atención a los pacientes es tan rutinaria como un matrimonio de 20 años. Entras a la habitación de un enfermo sabiendo de sobra lo que tiene y el interrogatorio y la exploración son tan reales como el orgasmo de una puta. Así que, por pura supervivencia, me entretengo haciendo preguntas sobre la vida y milagros de los atemorizados seres que padecen en las camas del hospital. Eso los tranquiliza. Y a mí también. Pero esa mañana no, en algún momento la botella de whisky de la noche anterior se había transformado en un berbiquí que me horadaba el cerebro. J.P.M. es un varón de 64 años que lleva en su rostro todas las marcas de una vida de excesos. Alguien dijo que a partir de los 40 años todo el mundo es responsable de su cara. Ahora la cara de ese alguien está tallada en un monte de Dakota y la mía me demuestra cada mañana que tenía razón. Sé lo que tiene el paciente, una neumonía por coronavirus. Le pregunto cómo pudo contagiarse....