Un espíritu de bata blanca.

Mi agradecimiento al gran Ortega, no al filósofo, al de la SER. Anoche soñé que moría. Mi corazón dejaba de latir y mi alma abandonaba mi cuerpo, pero en vez de transitar a otra realidad, a algo más o menos parecido al paraíso cristiano (o al infierno), permanecí unido a mi vida terrena como uno de esos fantasmas que pueblan las novelas góticas. Así que mi espíritu se acomodó a la rutina diaria y, como si fuera un día normal, se acercó puntualmente al hospital donde trabajaba. Allí me encontré con mis queridos compañeros y amigos que, evidentemente, no eran conscientes de mi presencia. Cuando llegué a la sala de sesiones donde cada día nos reunimos para comentar los pacientes ingresados y distribuir las tareas más urgentes, el ambiente era desolador. Rostros demudados, ojos enrojecidos, llantos incontenibles… Mi compañero R, con voz quebrada, tomó la palabra. -Todavía no me lo puedo creer…aun ayer estaba entre nosotros, lleno de vida, aparentemente sano. Transmitía esa imp...