Un espíritu de bata blanca.
Mi agradecimiento al gran Ortega, no al filósofo, al de la SER.
Anoche soñé que moría. Mi corazón
dejaba de latir y mi alma abandonaba mi cuerpo, pero en vez de transitar a otra
realidad, a algo más o menos parecido al paraíso cristiano (o al infierno),
permanecí unido a mi vida terrena como uno de esos fantasmas que pueblan las
novelas góticas. Así que mi espíritu se acomodó a la rutina diaria y, como si
fuera un día normal, se acercó puntualmente al hospital donde trabajaba. Allí
me encontré con mis queridos compañeros y amigos que, evidentemente, no eran
conscientes de mi presencia. Cuando llegué a la sala de sesiones donde cada día
nos reunimos para comentar los pacientes ingresados y distribuir las tareas más
urgentes, el ambiente era desolador. Rostros demudados, ojos enrojecidos,
llantos incontenibles… Mi compañero R, con voz quebrada, tomó la palabra.
-Todavía no me lo puedo creer…aun
ayer estaba entre nosotros, lleno de vida, aparentemente sano. Transmitía esa
impresión de invulnerabilidad…
Una de mis queridas amigas lo
interrumpió entre sollozos.
-Nada será lo mismo sin él. Es una
pérdida irreparable, no sé si podremos seguir adelante. Durante todos estos
años, nos hemos sentido protegidos y apoyados por su presencia… nos enseñó lo
que es ser un médico de verdad, y muchas otras cosas… tan valiosas…no creo que
pueda superarlo nunca.
Me sentí reconfortado. Al menos,
había logrado en vida el cariño y el respeto de mis compañeros. Su sincera
tristeza me conmovió en lo más hondo y yo también sentí ganas de llorar, anegado
por esa ola de profundo afecto… pero claro, los espíritus no lloran. Mi viejo
colega A, propuso una emocionante iniciativa.
-Podríamos recoger su bata y enmarcarla.
Sería algo parecido a lo que hacen en la NBA con las camisetas de los jugadores
que han destacado en su equipo. La colgaríamos en una de las paredes de la sala
de sesiones, y así su recuerdo nos acompañaría cada día.
Me pareció una idea excelente, me
hubiera gustado acompañarla con unos aplausos. Un murmullo de aprobación
recorrió la habitación y, de nuevo, me invadieron la ternura y el
agradecimiento. R retomó su entrecortado discurso.
-Queridos amigos, estamos rotos por
la pena, pero debemos seguir. Hay pacientes que atender y, como él siempre
decía, los pacientes son lo primero. Ellos no tienen culpa de lo ocurrido y no
merecen que la calidad del servicio caiga en picado. Allí donde quiera que esté
ahora el jefe, en ese paraíso de los galenos, estará orgulloso de nosotros si
hacemos bien nuestro trabajo, incluso en esta lamentable condición.
-El jefe era ateo.
-Bueno, pues da igual. Empecemos con
el listado de pacientes ingresados.
Y así, como todos los días, el
ilustre grupo de neumólogos repasó y discutió cada caso, paciente por paciente,
hasta dejar establecidas todas las responsabilidades del día. Acompañé a mis
colegas a tomarse su café diario. Allí, algo más relajados, siguieron su
conversación.
-¿Y quién será ahora el jefe o la
jefa? Preguntó una neumóloga.
-Bueno, yo creo que lo lógico es que
la sucesión recaiga en R, contestó otra.
Esa respuesta pareció alcanzar un
instantáneo consenso.
-Espero que R no sea tan duro
concediendo los días de permiso…
Se rieron todos. Pero una compañera
protestó.
-Eso es humor negro.
-Sí, pero él era el primero en
practicar un humor negrísimo…
-Eso es cierto. R, ¿vas a ser benévolo
con los permisos?
De nuevo risas. No me lo podía creer.
Mi cadáver todavía caliente y ya parecía que todos estaban pasando página. Me
sentí furioso, pero seguí a D a mi consulta, se había decidido que él habría de
reemplazarme. Pasó la primera paciente. Una mujer mayor entró llorosa y se
sentó frente a la mesa del despacho.
-¡No me lo puedo creer! ¡Me niego a creer que el doctor P no vaya a estar aquí para atenderme nunca más! ¡Él que
cambió mi vida! ¡Es horrible!
Me sentí conmovido, mis pacientes me
querían. D trató de tranquilizarla.
-No se preocupe, aunque no llegue a
alcanzar su nivel, he tenido tiempo de aprender mucho de él. Recibirá una buena
atención, puede estar segura.
Así se habla. El siguiente paciente
era un hombre de unos 45 años. D le explicó que él me sustituiría en la
consulta a partir de ese día.
-Pues mire, ya sé que no está bien
hablar mal de un muerto, pero ese médico no me caía nada bien. De hecho, iba a
pedir un cambio. Jamás me hizo un informe en condiciones para la invalidez que
solicité. ¡Y me sigo quedando dormido al volante!
-Bueno, la verdad es que el Dr P era
un poco durillo para esas cosas…
Me pareció inconcebible. ¡D se ponía
de parte de ese jeta, de ese extractor que pretende cobrar una pensión a los 45
años y que los demás trabajemos para él! …decidí que lo mejor sería marcharme y
ver cómo se había recibido la noticia en los despachos de la Gerencia. Los
encontré reunidos y compungidos.
-La verdad es que es un palo. Era un
médico muy comprometido e innovador. Sus ideas ayudaron a mejorar el hospital
sin ninguna duda…
El gerente parecía bastante afectado.
Su reconocimiento a mi labor me emocionó. Continuó con su discurso elogioso hasta
que, en un momento, cambió el tono.
-…pero también tenemos que reconocer
que su momento había pasado. De hecho, ya estaba buscando la forma de decirle
que veríamos con buenos ojos un relevo en la jefatura de neumología. Se había acomodado
y necesitamos sangre más joven para que tire del servicio.
Eso ya fue demasiado para mí. Me
desperté bruscamente, bañado en un sudor frio, pero finalmente aliviado al
comprobar que todo había sido un sueño. Desayuné, me duché y llegué a tiempo de
la sesión con la que siempre empezamos un día. Una de mis compañeras se situó
al ordenador para repasar los ingresos.
-Jefe, antes de empezar… ¿me puedes firmar
el permiso para unos días libres que todavía me quedan por disfrutar?
Pasé la mirada por todos y cada uno
de mis compañeros, me tomé mi tiempo. Después cogí el papel que debía firmar,
hice un gurruño con él y lo tiré a la papelera.
-¡Capullos! A partir de ahora los
permisos los va a firmar… ¿sabéis quién? ¡Vuestra puta madre!
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