El nacionalismo es un erizo de afiladas púas.


En su ensayo de 1953 “El erizo y el zorro” el filósofo Isaiah Berlin, conocido fundamentalmente por sus reflexiones sobre la libertad, divide al mundo -sobre todo a pensadores y escritores- en dos categorías: los erizos y los zorros. La idea se le ocurrió a partir de un proverbio atribuido al poeta griego Arquíloco: «Mientras que el zorro sabe de muchas cosas, el erizo sabe mucho de una sola cosa». Brevemente, los erizos simplifican la complejidad del mundo y reúnen su diversidad en base a una única idea; podría verse como un prisma inverso que recogiese los diferentes colores y los agrupase en un haz de luz blanca. Los zorros, por otra parte, son incapaces de reducir el mundo a una sola idea y se mueven constantemente entre una inmensa variedad de conceptos y de experiencias (aprovecho este momento para declarar públicamente que soy un zorro). El extremo de un erizo sería el fanatismo y el escepticismo sería el final del camino de un zorro. Es evidente que los nacionalistas son erizos que interpretan la vida a través de una “idea preponderante”. Esto no tiene nada que ver con la inteligencia y tampoco se “cura” leyendo o viajando, como ingenuamente sugieren algunos. Es un sentimiento, algo semejante a la religión o al fanatismo futbolístico, y por ello resistente a la argumentación racional. En las situaciones en las que hay una discordancia entre razón y sentimiento se produce un conflicto que los psicólogos llaman “disonancia cognitiva” y que casi siempre se resuelve a favor del sentimiento. Imaginemos a la madre de un etarra, preferirá asumir que su hijo es un “gudari luchador por la liberación de su oprimida nación” que un vulgar asesino. Por lo tanto, las argumentaciones racionales no hacen ni la más mínima mella en la convicción de un nacionalista y suponen una absurda pérdida de tiempo. Hay nacionalistas de corazón y otros de conveniencia. El sociólogo Timur Kuran asegura que si estás escuchando algo que parece sostener una mayoría, aunque estés convencido de que sea una patraña, o te callas o reajustas tus preferencias al gusto del grupo.
Por todo lo anterior, les habrá resultado sencillo deducir que estoy en contra de los nacionalismos, del gallego, del catalán, del español, del croata y del serbio, aunque debo decir que en esto, como en tantas otras cosas, el tamaño importa: es más estúpido ser nacionalista de una aldea del Caurel que ser nacionalista europeo. Se han escrito muchos libros sobre los nacionalismos (podría recomendar a Félix Ovejero o a Álvarez Junco), y no es mi intención escribir un ensayo que necesariamente resultaría superficial y reiterativo. Sin embargo, no puedo resistirme a expresar con brevedad mis principales argumentos contra el nacionalismo:
-Lo “español”, lo “gallego”, lo “catalán”, etc, son construcciones basadas en mitos y en la búsqueda de excepciones. No hay nada excepcional en ningún pueblo, ni siquiera el hecho de pensar que somos excepcionales, ya que todos los pueblos parecen opinar lo mismo. Tampoco existió nunca un paraíso original destruido por los “enemigos de la patria”. Pura mitología.
-Todos los nacionalismos ven en el terruño propio un lugar idílico, pero a veces la realidad es muy obstinada y se empeña en alejarse de esa visión. No quedan más que dos opciones, reconocer las limitaciones propias (no somos tan buenos como pensábamos) o buscar una causa exterior que justifique la disonancia. Cualquier nacionalismo elige la segunda (la represión), busca un enemigo externo (el opresor), y esa decisión le lleva a una de sus principales carencias: la falta de autocrítica. Ser un gobernante nacionalista es un verdadero chollo, por muy mal que lo hagas la culpa siempre será del otro.
-Los nacionalismos abusan de la primera persona del plural: “somos”. Buscan la uniformidad de creencias y de conductas, utilizarán el adoctrinamiento tanto como sea necesario para crear adeptos fieles, y situarán como enemigos “de la nación” a las voces discrepantes.
-Los nacionalismos se apropian de herramientas que sirven para unir a las personas (banderas, himnos, idiomas, etc) y las emplean como armas que las separan. Los nacionalistas son poco amigos a recibir personas de otras procedencias y menos aún de mezclarse con ellas.
-Ninguna concesión (económica, competencial, etc) ha servido jamás para aplacar a un nacionalismo. Por su pura esencia, todo lo que se le ofrezca será considerado insuficiente en un corto periodo de tiempo y en nada servirá para apartarle de su verdadero objetivo: la escisión. En resumen, el diálogo y el pacto con el nacionalismo son fútiles y sólo conseguirán, en el mejor de los casos, aplazar el problema.
En fin, podría exponer muchos y más detallados argumentos contra el nacionalismo, siempre me ha parecido una ideología peligrosa que ha provocado numerosos desastres y guerras a lo largo de la historia. Tanto es así que, cuando vi que el nacionalismo tocaba poder en mi tierra, me sentí obligado a participar activamente en política. Eso ocurrió hace unos años ya, cuando surgió el ya extinto partido UPyD (sobre el nacimiento, crecimiento, agonía y muerte de este partido podría escribir largo y tendido) y así me vi hablando en aldeas y pueblos de mi provincia subido al escenario de semivacíos auditorios y tratando de transmitir las opiniones de mi partido en cuanto a vertebración territorial, uso del idioma, economía…
-Pero, doutor, fálenos da jripe.  E logo, ¿temos que vacunarnos?
Inevitablemente, todas mis charlas terminaban con preguntas acerca de infecciones respiratorias, tabaco, cáncer de pulmón…. Es decir, la gente iba a verme como médico, no como político, y así comprendí pronto que mi candidatura sería un absoluto fracaso sólo mitigado por el obsequio de ocasionales chorizos, pollos y tomates. Y también por haber conocido algunas personas a las que todavía guardo afecto y respeto.
Recuerdo una anécdota durante una campaña electoral. En mi modesta organización todo el mundo repartía folletos, pegaba los carteles y metía sobres en los buzones. Yo estaba en Vilalba acompañado de un compañero de partido que medía 190 cm y que había sido campeón de España de pesca submarina. Estábamos intentando pegar alguno de nuestros carteles cuando se nos acercó un tipo gordo y malencarado.
-Cajendiós. Quiten esos carteles ahora mismo de ahí o se van a enterar.
-Mire, no voy a quitarlos, tenemos tanto derecho como cualquier otro partido a pegar carteles.
-¡Ni derechos ni hostias! ¡Este es el pueblo de Don Manuel! Quiten esos carteles ahora mismo o aquí va a haber más que palabras.
-Oiga, no me estará amenazando…¿no?
-¡¡¡¡Que quiten los carteles, joder!!! ¡¡Y ahora mismo!!
Soy de natural reflexivo, pero también tengo un límite, un punto que al ser rebasado me lleva a ser capaz de casi cualquier cosa. Procuro mantenerme alejado de él, pero a veces soy incapaz de contenerme.
-¡¡¡Escúcheme bien usted ahora, gordo de mierda!!! ¡¡¡No voy a quitar un puto cartel y voy a pegar los que me salga de las pelotas!!! ¡¡¡Y como vuelva a amenazarme, le hundo un puño en toda la grasa!!!
El tipo debió leer en la expresión de mi rostro que no estaba bromeando, así que decidió dar media vuelta y alejarse refunfuñando. Miré a mi compañero, tenía una expresión estupefacta, de total asombro.
-Pero Jefe, esto no ha estado bien…así no se hace una campaña. No sabía que tenía usted ese fondo macarra…
Y es que ser siempre un racionalista defensor de la Ilustración puede llegar a resultar muy aburrido.


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