Papá, yo no hago medicina para curar granos.
Utilizo como título esta frase de mi
hijo D. (respuesta a una sugerencia mía sobre la especialidad que podría elegir
cuando haga el MIR) para compartir algunas reflexiones. Antes de nada, un
hecho: Dermatología es una de las especialidades más demandadas y se escoge con
los mejores números. Y también una aclaración: es una parte de la medicina imprescindible
en un hospital, todos recurrimos a ella en algún u otro momento. Pero me
pregunto cuántos de los que finalmente se decantan por esta opción se visualizaban
a sí mismos como dermatólogos en el momento que pisaron la facultad por primera
vez y qué es exactamente lo que valoran de esa especialidad. Puede ser
tranquilidad, ya que seguramente no estarán obligados a hacer fatigosas
guardias, ni tampoco a atender enfermos que inevitablemente morirán. O puede
ser que les tiente el bienestar económico que presumiblemente conseguirán
trabajando en el sector privado. O quizás simplemente les atraiga el estudio y
el tratamiento de las enfermedades de la piel, aunque lo más probable es que
todos esos factores pesen en la decisión. Y hay que reconocer que es una
disposición pragmática, porque pragmático es estar con consonancia con los
valores que rigen la sociedad e idealista estar en contra. Y el dinero es, se
quiera o no, un objetivo a perseguir por la mayoría de las personas, porque continuamente
se nos enseña que tenerlo es una señal de triunfo y carecer de él una prueba de
fracaso.
Todo el mundo, de forma más o menos
consciente, se marca unos objetivos en la vida. Utilicemos dos como ejemplo y
veamos qué ventajas y desventajas tiene cada uno de ellos:
1. *Tener un Porsche Panamera. No requiere
esfuerzo, lo puedes comprar si tienes el dinero para ello e incluso si no lo
tienes (así es en la mayoría de los casos). Sirve para mostrar a los demás que las
cosas te van bien, que eres un triunfador. Sus inconvenientes son que inevitablemente
se devaluará y su mantenimiento resultará caro.
2. *Ser profesor universitario. Requiere
esfuerzo, no da mucho dinero y tampoco un especial prestigio social. Por el
contrario, obliga a obtener méritos (en un mundo ideal, no en el anquilosado
sistema universitario español) y a la superación continua.
Es muy posible que la mayor parte de la gente se decante por el coche, pero lo que me está diciendo mi hijo con su respuesta es que no cree que tener un Porsche sea algo prioritario. No está entre sus valores esenciales, y en eso se aparta de las ambiciones de la mayoría demostrando que es relativamente inmune al bombardeo de anuncios, sugerencias consumistas y tentaciones de lujo. Al mismo tiempo, y como efecto adverso indeseable, no se sentirá obligado a comprarme un cochazo cuando su sueldo lo permita. Y supongo que es una penitencia justa, en algo habrá influido el ejemplo familiar.
Pero, ¿es una decisión acertada? Quizás
el idealismo se vaya desvaneciendo con el paso de los años y la comodidad, esa
poderosa inercia, termine ganando la batalla. Pues no, me niego a asumirlo.
Continuamente veo alrededor personas “vencidas por la vida”, carentes de objetivos
y de ilusiones, conformes con una vida blandengue, con ver pasar el tiempo con
el menor sobresalto posible, amenazados por el recurso fácil de las pastillas
en la mesita de noche. Y me alegra que D. prefiera la tercera clase del
Titanic, donde hay dolor, pero también baile, cerveza a raudales y mujeres con
risa espontánea, lejos de la anestesia de hoteles “todo incluido” y clubes con
campo de golf. Si alguna vez se esconde, que la vida le alcance, y que aprenda
a enfrentarse al sufrimiento ajeno y propio, y que sienta que tiene algo
importante que hacer. Más importante que curar granos.
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