La dopamina se paga con bitcoins.
Después de una breve comida con mi
mujer, me dirijo al ordenador para conectarme al metaverso. Debo aclarar que
soy un 50/50, una persona que divide equitativamente su tiempo entre el mundo
real y el virtual, aunque la frontera entre ambos se está haciendo cada vez más
difusa. Mi mujer es 30/70 y está cerca de alcanzar el tope fijado por la ley:
no se puede estar más del 80% del tiempo en el metaverso, porque cuando se
alcanza ese límite se produce la DF (desconexión forzada). Aunque sea
superfluo, diré que el tiempo que cada persona habita en la realidad virtual es
variable dentro de todo el espectro posible: están los objetores, que nunca
entran en la realidad virtual, y los ausentes, que sobreviven en el mundo real
a través de las cada vez más poderosas ESVs (empresas de soporte vital básico),
que cubren sus necesidades más elementales: comida, sanidad, limpieza
corporal... El dinero fluye de un entorno a otro con naturalidad, y las
criptomonedas que se ganan en el metaverso se pueden emplear fácilmente al otro
lado. La tendencia general es pasar cada vez más tiempo conectado a la red y
nada podrá ya invertir ese flujo: lo virtual tiene muchas ventajas. Si echamos
la vista un poco hacia atrás, no cuesta aceptar que fueron las redes sociales,
ese escaparate de vidas envidiables, sonrisas deslumbrantes, cuerpos retocados por
aplicaciones informáticas y paisajes paradisíacos, las que allanaron el camino
a lo que había de venir. En el metaverso nadie tiene por qué sufrir las
humillaciones de la vejez, la calvicie o la halitosis. El sueño de la eterna
juventud al alcance de cualquiera, tentador para todos, pero irresistible para
los ancianos.
Me despido de mi mujer antes de hacer
la conexión cerebral que me aislará del mundo real. Ella sabe a qué me dedico
allí, pero yo no tengo ni idea de quién es ella o qué hace en el metaverso. En
realidad, esto es lo común, hay un acuerdo tácito de privacidad entre las
parejas (con la excepción, claro está, de los objetores, que han optado por
mantenerse dentro de los parámetros clásicos de una relación) que permite lo
que al principio se llamó “vacaciones matrimoniales”, pero que poco después se
convirtió en una costumbre generalizada y sin restricciones temporales.
Ya dentro, adopto el aspecto de mi
avatar, un tipo de unos 40 años, bien proporcionado, pero sin una musculatura
excesiva (algo que aquí se considera de mal gusto), con pelo entrecano, barba recortada
con esmero y traje de marca. Mi dinero me costó cuando decidí acudir a uno de
los más afamados DAEs (diseñadores de avatares de excelencia). Un buen
envoltorio siempre puede ocultar un contenido vulgar.
Camino por el centro de Zuckerville
entre personajes ociosos o apurados, esquivando alguna figura inmóvil (está
sancionado con severidad abandonar un avatar en la vía pública, así que es de
suponer que pertenecen a recién fallecidos y que el servicio de limpieza los
retirará con prontitud), saludando por el camino a algunos conocidos. Es una
zona cara y hay pocos avatares básicos, los que por defecto concede el sistema al
conectarse por primera vez. Me paro un momento al cruzarme con un rostro
desfigurado, víctima de un ataque viral encargado a un hacker nigromante por
algún enemigo. Me compadezco del pobre tipo, la cirugía virtual es un lujo al
alcance de pocos. Llego al edificio donde tengo mi consulta, un despacho
alquilado en el rascacielos art noveau que diseñó el afamado arquitecto
virtual He Jankui. Saludo a mi secretaria, ella me sonríe porque la pasada
semana la invité a sexo (los orgasmos -el sistema operativo libera dopamina en
centros cerebrales estratégicos- se pagan en el metaverso, aunque no son caros). Confieso que pasé un buen rato. Ella me dice que ya hay un paciente en la sala de
espera. Me dedico a tratar lo que podríamos llamar “trastornos existenciales”. Como
mi edad biológica es de 66 años, mi título de psicólogo lo obtuve de la
prestigiosa universidad antigua de Yale, hoy prácticamente desaparecida en
favor de su versión virtual, NewYale.
Hago pasar al tipo. Tiene un avatar
DAE y porta un buen traje. Unos 35 años. Se sienta frente a mí y enciende un
cigarrillo. Debo precisar que el uso del tabaco está generalizado en el
metaverso; libres de sus efectos nocivos, los usuarios compran los paquetes
para que el sistema operativo libere con cada calada una cierta cantidad de
dopamina en el locus coeruleus cerebral. En los tiempos que siguieron a
la inauguración, era habitual conectarse a la realidad virtual bajo los efectos
de opiáceos: el metaverso era un caos de sujetos colocados que hacían el memo
mientras les duraba la dosis, pero el consiguiente aumento de mortalidad hizo
que las autoridades persiguiesen el tráfico de drogas en el mundo físico. Esto
fue sustituido por la drogadicción virtual. Pago mediante, los hackers
nigromantes podían piratear el sistema para liberar endorfinas en el cerebro
del cliente, pero los efectos eran prácticamente los mismos que con las drogas
reales, tolerancia y necesidad de más dosis, muerte por sobredosis, así que las autoridades también
las prohibieron, aunque todavía sobrevive una clandestina red a la que acuden
los adictos.
El tipo empieza a hablar y el
traductor universal del sistema convierte al inglés el conjunto de quejas
habituales. La inicial euforia que desató el metaverso fue mutando
progresivamente en hastío, estrés y lamentaciones cuando los usuarios
comprobaron que los problemas de allí se reproducían aquí. Algunos, no tantos, optaron
por la desconexión definitiva. El paciente dice que está deprimido y que
necesita medicación. Yo le contesto que se limite a contarme lo que le ocurre,
los diagnósticos son cosa mía. Le paso un test de Horbach. Su resultado
confirma mis sospechas: disociación total. La mente de algunas personas ha
evolucionado hasta el punto de separar por completo la realidad virtual y la
física, así que un antidepresivo en el mundo real no serviría de nada. Me
dispongo a proponerle el plan de rehabilitación psíquico estándar, pero
entonces algo ocurre y me sorprendo a mí mismo gritándole:
-¡Cállese de una vez! ¿Quién coño le
ha engañado diciéndole que nacimos para ser felices? ¿Algún coach de pacotilla?
Es usted uno más entre todos los occidentales blandengues, tristones y autocompasivos
del mundo, un tipo ansioso y neurótico, y no podría ser de otra forma porque
todos sus antepasados han sido así, los que no lo eran fueron devorados por
animales hambrientos o se mostraron incapaces de competir en una sociedad exigente
y hostil. ¡Déjese ya de lloriqueos y quejas! ¡Deberíamos dar gracias a los
dioses por tener un cuerpo que funciona por sí mismo y un grifo por el que sale
agua caliente! ¡Váyase a su casa y dedique diez minutos al día a la autocompasión
si no lo puede evitar, pero después échese un buen polvo, joder! ¡Fíjese en el
mundo virtual que hemos creado! ¡De esto no se puede culpar a ningún dios, y resulta
que es idéntico al mundo físico! No queremos ser felices... ¡Es una puta mentira!
¡Lárguese ya! Yo no puedo curarle, y usted me enferma a mí.
No sé por qué actué así, simplemente no
lo pude evitar. El tipo se queda estupefacto durante unos segundos y después,
sin más, se levanta y se marcha. Le digo a mi secretaria que anule todas las
citas pendientes y me bajo al bar de Pete. Pago por el efecto de un whisky
doble y saco mi móvil virtual para ver qué ocurre en las redes sociales (sí, en
el metaverso también hay redes sociales). Como todo se graba, espero ver mi
discurso acompañado de comentarios injuriosos, pero ocurre justo lo contrario.
Atónito, contemplo lo que mi paciente ha dicho: “el doctor Wineduke ha visto el
fondo de mi alma y me ha hablado con sinceridad, soy una persona nueva”. Le
pido un cigarrillo a Pete y dejo que el whisky adormezca dulcemente mi
conciencia. Al rato, mi secretaria me llama para decirme que hay un aluvión de
peticiones de consulta y yo me río al decidir, sin dudarlo un instante, que no
tengo la menor gana de fustigar a un grupo de adinerados masoquistas. Que se
busquen a una madame enfundada en cuero negro, yo me voy a desconectar a ver si
convenzo a mi canosa mujer para que comparta una botella de vino conmigo, algo
más quizás sería ya mucho pedir, pero por intentarlo no pasa nada. Pete, ponme
un último whisky y que le den bien a todos los blandengues reales o virtuales. ¿Quién quiere vivir para siempre?
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