Lugares en los que se calma el dolor: Iguazú.


A petición de mi buena amiga MM y tomando prestado el título de un libro de viajes de César Antonio Molina.
Una canción de Dylan empieza con el verso “nobody feels any pain”. Y siempre que la escuché pensé que sería maravilloso que esto pudiera ocurrir, y que gracias a una imposible casualidad el dolor despareciese por completo del mundo. Aunque sólo fuese una fracción de segundo, aunque jamás volviese a ocurrir. Creo que es posible que haya lugares en el mundo que, por su impactante belleza, alejen de las personas el dolor, la ansiedad y el miedo. En esos sitios mágicos, el espíritu se relaja, se libera y, de una forma imperceptible, desaparecen todas las preocupaciones. Iguazú es sin duda uno de estos parajes en los que la naturaleza despeja el dolor de las mentes. No es necesario esforzarse, es algo que ocurre de una forma natural, inconsciente, porque entronca con algo esencial en el ser humano, algo que nos recuerda a todos de dónde venimos y quienes somos. Simplemente se trata de mirar, escuchar y sentir. Se trata de estar.
Tuve la suerte y el placer de visitar las cataratas de Iguazú con un amigo que es como un hermano y resultó una experiencia memorable. Es muy cierto que fuimos furiosamente atacados por una lluvia tan salvaje como el paraje que visitamos, y que por un momento llegué a sentirme un protagonista de ese cuento de Bradbury (“The long rain”) en el que unos pobres humanos sufrían el devastador efecto de una lluvia pertinaz, constante y devastadora en el planeta Venus. Tuvimos, como decía Forrest Gump de su estancia en Vietnam, todos los tipos de lluvia: “una lluvia finita que pinchaba, una gorda y espesa, una lluvia que caía de lado y, hasta a veces, una lluvia que subía desde abajo”. Pero no importó, se impuso la belleza del lugar y ni toda el agua del mundo podría anegar la sensación de paz y fascinación que provoca ese sitio. Me pregunté que habrán sentido esos esforzados aventureros españoles cuando, abriéndose paso a machetazos por la selva, se encontraron con el apabullante espectáculo natural. Las cataratas fueron “descubiertas” para el mundo occidental por Álvar Núñez Cabeza de Vaca en 1542. En su libro Naufragios figura una breve descripción: «da el río un salto por unas peñas arriba muy altas, y da el agua en lo bajo de la tierra tan grande golpe que de muy lejos se oye, y la espuma del agua como cae con tanta fuerza sube en alto dos lanzas o más». Quizás este hallazgo no supuso algo extraordinario para el famoso explorador, dado que era un buscador de riqueza, no de belleza (y la explotación turística tardaría unos cuantos siglos en llegar) pero me gusta imaginarlo arrodillado, con el casco y el arcabuz reposando en tierra a su lado, acribillado por las picaduras de los mosquitos, sudoroso y quemado por el sol, con una nube de mariposas coloridas y gigantes aleteando a su alrededor, agotado, pero agradecido. Porque para llegar hasta esta lluvia divina, ese hombre tuvo que cruzar el mundo, naufragar, pasar las mayores penalidades que podamos imaginar, ser esclavo de los indios durante seis años, enriquecerse y arruinarse. Pudo haberse quedado en la corte, con fama y dinero para el resto de su vida, pero eligió volver a la aventura. Era un explorador, era el Robin Hood de la hermosa película de Richard Lester que vuelve de las cruzadas después de 18 años para buscar a Marian, pero también para descubrir que no puede dejar de ser quién es, un guerrero. Me gusta pensar que en ese momento, entre torrentes estrepitosos, vapores y arco iris, ese hombre se rindió a la paz por un instante, la misma que todavía nos ofrece el lugar a los visitantes.
Parecerá extraño, quizás también morboso, pero asomado sobre la caída de una de las cataratas, contemplando la fuerza del agua al precipitarse sobre el abismo, también pensé cómo sería zambullirse en el río y dejarse arrastrar, lo que Poe llamó “el demonio de la perversidad”. Para un médico es habitual pensar en la muerte, la tenemos enfrente, a un paso de nosotros, va cosida a la bata blanca. Y puedo asegurar que no siento ningún temor por ella. He visto morir a muchas personas y debe ser algo parecido a lo que Nacho Vegas dice en su canción “La vida manca” (https://www.youtube.com/watch?v=O_nxDkxkXFU): es como un desparramarse. Me agrada imaginar que esos elementos que se juntaron por azar, y por la acción de un grupo de genes que han coincidido en el momento y lugar oportunos, vuelven a separarse y terminan siendo parte de una planta, o del suelo, o de la cola de un cometa o quizás de la corona de una estrella. La cantidad de materia del universo es finita, y nosotros tomamos a préstamo una minúscula parte de ella por un breve momento de tiempo. Después toca devolverla, pero “eso no va a ser mañana”. Mañana estaremos en Buenos Aires, lejos de la lluvia, paseando por alguna de sus históricas calles o tomando una cerveza en un café en el que Borges soñó con el infinito concentrado en un punto y con una biblioteca que alberga cada línea que los seres humanos jamás hayan escrito o estén por escribir.


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