Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer.


Entre los escritores malditos estadounidenses (y hay unos cuantos), David Foster Wallace ocupa un destacado lugar por méritos propios. Es el autor de una de las novelas más citadas y menos leídas de la literatura americana (“La broma infinita”), es un escritor de culto para alguno de sus contemporáneos (Jonathan Franzen) y, sobre todo, alguien que tuvo la feliz idea de hacer un bonito cadáver ahorcándose a los 46 años (padecía una depresión mayor). Como curiosidad, y de forma coherente con el nombre de este blog, había nacido en Ithaca (NY). Entre sus obras hay una muy divertida, compuesta de ensayos cortos que ridiculizan costumbres occidentales (es hilarante su descripción de un crucero) y es precisamente de este libro del que he tomado “prestado” el título. Mi humilde aportación versa acerca de los “hoteles de todo incluido”, específicamente en su modalidad “con niños”.
Los hoteles de “todo incluido” con niños (en adelante HTIN) son lugares muy socorridos para todos los que hemos tenido hijos pequeños y unas fechas en verano que ocupar. Ofrecen una serie de alicientes que los hacen muy demandados por las familias: no hay que dedicar ni un minuto a labores domésticas, hay piscina y sol, los turistas son invitados a participar en sucesivas y variadas actividades (dardos, ping-pong, volley, etc) que permiten que los más inquietos apacigüen su “complejo de inactividad” y, sobre todo, disponen de los “chiquiparques”, lugares que pueden alejar momentáneamente a los padres de sus criaturas. He frecuentado HTIN cuando mis hijos eran pequeños y, a pesar de que es un tipo de turismo que no me gusta en absoluto, no guardo un mal recuerdo de ellos. Eso sí, cuando se terminó esa época, pensé: “Por fin. Adiós para siempre a los HTIN”. Nunca se debe decir algo así porque el tiempo se empeña en desmentirte, así que, años más tarde, aparecí en otro HTIN, ya como observador maduro y experimentado.
A lo primero que hay que enfrentarse al llegar a un HTIN es a la mascota, una especie de peluche gigante de color azul brillante e imposible taxonomía. Saber si es un humano, un animal o el resultado del experimento de un enloquecido seguidor del Dr Moreau es tarea imposible. Responde al nombre de Bluky, Nuky, Hucky, Truky o similar y es el gran sacerdote de la religión local. Desde el mismo momento en que los niños conocen la existencia de la mascota, es una obligación amarla y respetarla, también obedecerla si es necesario. Lo que dice Bluky es ley, es indiscutible e irrefutable. He podido presenciar en persona cómo un niño renegaba de su padre por haber pasado junto a Bluky sin haberlo saludado efusivamente. La devoción a la mascota es obligatoria y si alguien no la siente, mi consejo es que procure fingir como si estuviese en Corea del Norte durante el entierro de Kim Jong IL.
Como decía antes, uno de los alicientes para los padres es separarse un rato de sus criaturas, bien sea para tomar tranquilamente una cerveza y leer el periódico (placeres sólo justamente apreciados por padres recientes), o bien para regalarse una merecida triskisiesta (las habitaciones familiares convierten al sexo nocturno es una misión imposible). Para ello es menester dejar a los niños en el chiquiparque y rezar para que no se pongan a lloriquear abrazados a las rodillas de la madre. En esa situación se cumple a rajatabla la ecuación a=x/b, donde x es una constante (probablemente la velocidad de la luz), a es la duración de la relación de pareja y b la celeridad con la que los progenitores corren a sus aposentos. Reconozco con cierto sentimiento de culpa que en alguna ocasión de relax postsiesta he dejado escapar unas lagrimillas de agradecimiento por la contribución de Bluky al sostenimiento de la relación de pareja, de una forma inquietantemente parecida a cómo el protagonista de 1984 lloraba de amor hacia el Gran Hermano al final de su amarga experiencia.
Uno de los peligros que acechan en un HTIN es dejarse ganar por lo que yo llamo “sensación de extrañeza”. Después de una larga jornada de sol y remojo en la piscina, llega la noche y el momento en el que Bluky y sus pupilos (humanos al descubierto o disfrazados) esperan a los niños en la minidisco. Evidentemente, los padres acompañamos a las criaturas, que sufren un proceso de caracterización y son pintarrajeados en la cara con motivos diversos (mariposas, estrellas, parches…). Cuando empieza a sonar la música (las canciones de Teresa Rabal, el “head, shoulders, knees and toes” y hits de parecida naturaleza) las mascotas invitan a los niños a bailar y, en muchas ocasiones, también a los padres. Algunos progenitores asumen con total profesionalidad la tarea y acompañan con movimientos espasmódicos los acordes de la canción de David el Gnomo (mi favorita de todo el HTIN Parade, lo confieso). Yo no sé si realmente disfrutan o si están representando un papel (es posible que haya elementos de los dos conjuntos), pero si a usted le empieza a acometer la temida sensación de extrañeza, si se pregunta “qué coño hago aquí”, tiene un problema que sólo permite dos soluciones: mostrar sinceridad y pedir una cerveza en el lugar más alejado de la pista, lo que probablemente le hará sentirse culpable y ganarse la reputación de “padre soso y poco enrrollado” o bien unirse al grupo de progenitores guays que se contorsionan bajo las luces. Consejo general: oponerse a la opinión mayoritaria es heroico, pero no le traerá ventaja alguna, alguien usará el móvil para inmortalizar el momento y su ausencia pesará como una losa durante el resto de su existencia. Si pese a todo decide rebelarse y pertenece al sexo masculino, es probable que acuda a la barra del local en busca de complicidad, de un intercambio de miradas que desvele comprensión, del indicio de que hay otra persona alrededor siente lo mismo que usted. No pierda el tiempo, nadie manifestará la menor simpatía hacia un padre borde. En algunos momentos la mejor opción es fingir de una forma convincente, como bien sabrán las escasas (y valiosas) lectoras que puedan caer por aquí. Consejo para los casos más recalcitrantes: doparse de forma conveniente antes de que Bluky inaugure el baile.
Las jornadas en un HTIN se suceden de forma uniforme, con escaso espacio para la variedad o improvisación y la secuencia de actividades se repite diariamente. Consciente de que esto pueda llegar a resultar monótono para algunas personas, la administración del HTIN se prodiga en la organización de concursos, actividades acuáticas en la piscina y disfraza los restaurantes de forma que parezca que estás cenando en un lugar diferente (comida gallega, andaluza, italiana…). Más que una persona en vacaciones, me he llegado a sentir como un jubilado alemán en Canarias, ese entusiasta participante de las sesiones de aquagym y devoto de la happy hour del pub en el que acostumbra a cantar una imitadora de Rocío Jurado. Pero los humanos tenemos una admirable capacidad de adaptación y, al cabo de unos días ya eres unos más, capaz de reconocer y saludar a todas las personas que desayunan, comen o piscinean a tu alrededor.
Un día como otro cualquiera, camino de la barra libre del hotel con la sana intención de hacerme con un mojito, me para uno de los integrantes del grupo de animación infantil comandado por Bluky. Tiene una expresión asustada.
-¿Es usted médico, verdad? Por favor, debe acompañarme.
-Oiga….mire…estoy de vacaciones, justo ahora iba a pedir un mojito…Además, ahora que caigo, ¿cómo coño sabe usted que soy médico?
El animador ni se inmuta.
-Sólo hay que mirar los nombres de quienes están alojados y hacer una sencilla búsqueda en internet. Hay una persona que se ha puesto enferma y creo que un médico tiene el deber de prestar ayuda. ¿No lo dice así su código deontológico?
Noto como la sangre se me va subiendo a la cabeza. Hago esfuerzos por contenerme. No lo consigo.
-Me importa una mierda el código. Estoy de vacaciones y si un turista se ha puesto malo llaman a una ambulancia y a tomar por saco.
-No es un turista, doctor. Es Bluky.
-¿Bluky? ¿Ese coñazo de mascota?
-Por favor, doctor, no insulte a Bluky, debería darle vergüenza. Es todo bondad.
En ese momento me asalta una malvada idea. Es la oportunidad de ver quién se esconde bajo ese peluche azul y también de vengarme de todas las horas de minidisco sufridas los días pasados, quizás prescribiendo dosis exageradas de un laxante.
-De acuerdo, vamos allá.
Me conducen a una habitación donde me encuentro tendido a un joven con la tez del color de la aceituna que me recuerda al fallecido Conde Orgaz del famoso cuadro del Greco. A su lado yace en desorden el disfraz azul.
-Hola, Bluky. ¿Qué te ha pasado?
Tuerce la cabeza con gran esfuerzo. Me mira y responde con voz desfallecida.
-No me llamo Bluky, me llamo Javier.
Sus compañeros me explican que se mareó hasta el punto de ser incapaz de sostenerse en pie. Le toco la frente, está hirviendo, el pulso es débil. Me giro para enfrentarme a sus colegas.
-Bluky, digo Javier, tiene un golpe de calor, lo mejor sería llevarlo a Urgencias del hospital más cercano.
Los animadores se miran entre sí.
-¿No puede darle algo para que se recupere? Le necesitamos en la minidisco esta noche.
-Pues me temo que no habrá Bluky esta noche, este chico no está para coñas.
-Verá doctor, usted no conoce a la administración del hotel… Si no hay Bluky, despedirá a Javier sin contemplaciones… y necesita el empleo.
-¿Van a despedir a alguien por no poder hacer de mascota estando enfermo? Venga ya… no me lo creo.
Insisten.
-Puede estar seguro. Lo despedirán. Acaba de ser padre…
-Bueno, pues que uno de ustedes se ponga el disfraz y lo reemplace…
-No podemos. Somos necesarios para completar el show.
Empiezo a sentir una vaga inquietud…
-Pues busquen a otro que lo haga.
-No podemos tampoco. Nadie debe enterarse de que hay un impostor bajo el traje de Bluky, debe quedar en secreto… así que…
La incredulidad sustituye a la inquietud.
-Vamos, no estarán pensando que….
-Usted ya lleva aquí varios días, ha estado en la minidisco y conoce las canciones. No tiene que hacer nada, simplemente moverse al ritmo de la música y nosotros haremos la coreografía.
Me muestran una foto del hijo recién nacido de Javier en brazos de su madre. Otra de su perro. Otra del piso sobre el que pesa una cruel hipoteca. Soy un blandengue. Soy un tipo que creció viendo las películas de John Ford y no aprendió nada, así que un rato después, enfundado en el disfraz de Bluky, estoy moviéndome al ritmo de “Head, shoulders, Knees and toes”.
Despierto bañado en sudor. Mi pareja me mira preocupada.
-¿Qué te ocurre, cariño?
-He tenido una espantosa pesadilla, pero estoy bien. De hecho, me siento feliz.
Miro en la semioscuridad de la habitación y veo que las criaturas respiran de forma rítmica y profunda. Veo la ocasión.
-Pero todavía me dura el susto…creo que me vendría de vicio un abrazo, sentir tu cercana calidez…
Debo desmentirme. Aunque raramente, el sexo nocturno es posible en un HTIN.

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