Objetivo… ¿felicidad? No, apariencia de felicidad.
Decía en una entrada anterior del
blog que considero la felicidad un efecto, no un objetivo en sí mismo. Creo que
no es buena idea salir a buscarla y pienso que aparece cuando estás haciendo
algo concreto que te resulta especialmente satisfactorio (ya sea tocar el
piano, jugar al tenis o salir a cenar con los amigos). La felicidad no es un
estado crónico (eso podría llamarse bienestar o satisfacción), es algo puntual
de lo que no somos conscientes la mayoría de las veces hasta que ya ha pasado.
Más que vivir la felicidad, recordamos haber sido felices. Los ejemplos de
felicidad mantenida que conocemos proceden de la literatura, especialmente de los
libros de ciencia ficción. En su novela Un
abismo en el cielo, Vernon Vinge describe una civilización autoritaria (los
Emergentes) que sustenta su poder en los “enfocados”, humanos centrados al cien
por cien en llevar a cabo con dedicación absoluta y eficiencia máxima una tarea
concreta. Este “enfoque”, logrado con el empleo de un virus que infecta la
mente, puede ser considerado sin duda un estado de esclavitud, pero, curiosamente,
los “enfocados” echaban de menos su situación después de ser liberados. En
cierto modo, eran felices en su completa abstracción y no añoraban la libertad,
lo que me hace recordar el famoso ensayo de Étienne de La Boétie en el que
criticaba con fervor la “servidumbre voluntaria”. Algunas personas prefieren “delegar”
su capacidad de decisión y dedicarse a obedecer mecánicamente todo lo que se
les dicta. Así lo reconocía el criminal nazi Adolf Eichmann, responsable de la “solución
final” que acabó con la vida de millones de judíos y cuyo juicio en Jerusalén
fue recogido en el famoso libro de Hanna Arendt: “Toda mi vida fue un mediocre
desastre hasta que llegó el nazismo e impuso unas reglas en las que yo sentí
encajar perfectamente”. Esta forma de satisfacción es indeseable y claramente
patológica, pero sin llegar a ese extremo, puedo imaginar que la vida de un
botánico inglés del siglo XIX, dedicado 40 años a anotar y dibujar
escrupulosamente en su cuaderno extrañas variedades de plantas, alcanzó algo
parecido a la felicidad.
El concepto de felicidad es elusivo,
aunque sea perfectamente reconocible por el sujeto que la ha experimentado. Sorteando
su definición, parece razonable suponer que alcanzar el bienestar depende de
cada individuo (constitución genética) y de las condiciones en las que éste
lleva a cabo su vida. Si a estos factores sumamos el intencional (es feliz
quien pone empeño en ello) estaremos cerca de convertirnos al “coachismo” que
reina en estos tiempos y que ya he criticado con anterioridad. Recientemente se
publicó en la prensa general el caso de una señora escocesa, Jo Cameron, que era
refractaria al dolor físico y propensa al bienestar emocional. Al parecer, una
doble mutación genética evitaba la degradación enzimática de la anandamida
(Ananda significa felicidad en sánscrito), un neurotransmisor cerebral que funciona
como cannabioide endógeno. Desconozco el rigor científico que hay detrás de esa
noticia, pero el hallazgo es muy atractivo porque apoya la base biológica de
los sentimientos y las emociones (la interpretación biologicista de la
psicología y psiquiatría: todo el comportamiento humano es explicable mediante el mecanismo de acción de ciertas sustancias y grupos celulares, y lo que no es explicable es porque todavía no se conoce) y también porque podría desenmascarar una diana
genética o bioquímica sobre la que actuar. Si esto fuese posible, quizás
lograríamos el ideal de una humanidad libre de sufrimiento físico y emocional,
una cohorte de seres (¿humanos?) permanentemente sonrientes y satisfechos que
no se inmutarían ni con la muerte de uno de sus padres ni con una derrota del
Atlético en la final de la Champions. Un estado que recuerda de forma inquietante
a la felicidad inducida por la droga perfecta -el SOMA- en la subraza de los
Epsilones que Huxley imaginó en su mundo feliz. O también al Captoprix de la recomendable novela de Houllebecq; "Es un comprimido pequeño, blanco, ovalado, divisible. No crea ni transforma: interpreta. Lo que era definitivo lo vuelve contingente. Proporciona una nueva interpretación de la vida: menos rica, más artificial, e impregnada de cierta rigidez. No procura ninguna forma de felicidad, ni siquiera un verdadero alivio, su acción es de otra índole: transformando la vida en una sucesión de formalidades, permite engañar. Por lo tanto, ayuda a los hombres a vivir, o al menos a no morir...durante un tiempo". Esta aclaración me parece lúcida, no es lo mismo alivio del dolor que felicidad y no parece posible que se pueda llegar a ésta por medios artificiales. ¿Será el que biologicismo no lo explica todo? ¿Habrá siempre un lugar para psicólogos, yoguis y curas?
Quizás como consecuencia del trabajo
de los coaches, del empeño de los psicólogos modernos o por el influjo de las
redes sociales que nos bombardean con imágenes de conocidos siempre sonrientes
frente a un arroz con bogavante, saliendo de un coche de alta gama o bañándose
en la piscina de un horrible hotel “todo incluido”, la felicidad se ha
convertido en una especie de obligación. Si no eres feliz, eres un looser. Pero la felicidad, como antes
comentaba, es algo puntual que en absoluto garantiza la compra de un coche que obedece
a tu voz o de varios pares de zapatos exclusivos y carísimos. La realidad es
muy diferente y obstinada: un día te despiertas con dolor de muelas, otro
tienes que llevar al niño corriendo al pediatra, tu trabajo te aburre o eres incapaz
de pagar la hipoteca. Tienes tus ahorros en acciones del banco de Santander,
pero caen en picado después de que un tren haya descarrilado en China
(misterioso efecto de la globalización, porque cuando ese mismo tren llega
puntualmente a su estación de destino, tus acciones no suben), o no te queda
más remedio que aguantar la excesiva presión de tus superiores que, además, son
unos verdaderos ineptos y tratan de poner su culo a salvo obligándote a hacer
un trabajo que les correspondería a ellos. Llega la noche, apagas la luz y te
resulta imposible dormir. Das una vuelta, otra más y no puedes evitar que tu
cabeza repase una y otra vez los sucesos del día o los problemas que debes
afrontar cuando llegue la mañana. Acabas usando una pastilla o bien cogiendo el
ipad para tragarte media docena de episodios de Juego de Tronos. Quizás te desahogues con un amigo íntimo o con alguien
de la familia, pero cara afuera, en tu perfil del Wassapp o de Instragram,
seguirás sonriendo de oreja a oreja en la foto de empresa (precisamente al lado
del jefe explotador) o abrazarás cariñosamente a tu pareja con la que apenas
has tenido sexo o conversación en los últimos meses. En resumen, es como si la
gente hubiese desistido de solucionar lo negativo que ocurre en su vida, bien
porque no tienen recursos para ello (no pueden cambiar de trabajo, por ejemplo)
o bien por simple comodidad: más sencillo que esforzarse en enderezar lo que
está torcido es aparentar que todo va bien. Así, las redes sociales están
llenas de fingidas sonrisas, selfies en estudiadas poses, chuletones, gintonics y playas caribeñas, al mismo
tiempo que las mesitas de noche están repletas de Lorazepam.
Gracias, R, por hacerme llegar el
dibujo de la babosa, que trato de contrarrestar con otro de signo contrario.
Qué poca fe en el progreso. Antes uno tenía que exponerse a un riesgo cierto e inminente de muerte para ver desfilar ante sus propios ojos una sucesión de imágenes y vivencias que condensaban, fugaz pero certeramente, la experiencia vital de la existencia. Ahora, sin embargo, Facebook pone a tu disposición ese servicio, sin necesidad de comprometer ni la salud ni la integridad física, fácilmente editable y compartible con otros usuarios. Incluso post-mortem. Me pondría petardo apuntando como la memoria distorsiona la verdad y la existencia la memoria, pero tengo que contestar unos whatsapps, ordenar el instagram y comentar un par de blogs ;P
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