Se ama como se duerme.
Mi agradecimiento a las colaboraciones de J y R.

El profesor Wiseman ha
publicado recientemente un interesante estudio en la revista Journal of Applied
Behaviour (JAB 2014; 12: 335-42) en el que se relaciona la fortaleza de las
parejas con sus hábitos a la hora de dormir. Esta investigación partía de una
audaz hipótesis: la separación o cercanía entre los cónyuges influye en la
felicidad del matrimonio. Es de suponer que la disposición de las personas en
la cama resulta de un delicado equilibrio entre la comodidad y la necesidad de
mostrar y recibir afecto. Más aún, nuestra propia experiencia demuestra que las
posiciones suelen variar con el tiempo a medida que el confort se impone a los
sentimientos. Para contrastar esta idea, él y su equipo de investigadores
administraron una exhaustiva encuesta a 550 parejas, que fueron interrogadas sobre
de la postura que suelen adoptar para dormir (el comportamiento sexual no fue
tenido en cuenta y, por lo tanto, el término “postura” está desprovisto de
connotaciones eróticas) y acerca de su grado de satisfacción conyugal. Desgraciadamente,
el artículo no explica cómo se midió el bienestar marital y se desconoce si
existe algún cuestionario validado para cuantificarlo. De existir, su uso
debería estar prohibido o podría ser de nefastas consecuencias para la
estabilidad de muchas parejas que viven el confortable engaño de una falsa
felicidad. Dejando digresiones aparte y centrándonos en los aspectos más
puramente científicos, se identificaron las siguientes posturas, representadas
en la Figura 1:

La cuchara:
Es la posición más común
en las parejas, especialmente en los que han estado casados 3-5 años. Cuando
una mujer asume esta posición, da a entender que necesita calidez, cercanía.
Proporciona el mayor contacto posible con el cónyuge, asegurando la proximidad
física. No es necesariamente erótica, pero es cómoda y confortable.
Abrazo de luna de miel:
Es la más íntima de las
posiciones, una alternativa menos común a La Cuchara, y se adopta en periodos
en los que sentimientos intensos están presentes, como después del acto sexual
o en el inicio de una relación sentimental. Rara vez se consolida a lo largo el
tiempo, pero algunas parejas la mantienen de forma duradera, aunque ello podría
reflejar una excesiva dependencia.
Tejas:
Es una posición muy
popular y refleja egos fuertes. Al apoyar la cabeza en el hombro de la pareja,
se expresa cierta dependencia y un alto grado de confianza, al mismo tiempo que
la otra persona emite una señal protectora.
Dulce cuna:
Es una variedad de la
anterior, el contacto entre los cuerpos es más amplio. Aquí, las sensaciones de
confianza, dependencia y protección son aún más intensas.
Débilmente enlazados:
A medida que el tiempo
pasa, la posición de La Cuchara se desvirtúa y se transforma en este
entrelazamiento más débil, desplazando el balance entre la comodidad y el
contacto hacia el primer componente. El resultado es una mayor facilidad para
conciliar y mantener el sueño, prioridad en el exigente día a día que depara la
sociedad actual.
Abrazo de pierna:
Esta posición se puede
interpretar de dos formas: como una dificultad para transmitir sentimientos
-por timidez o represión- o como familiaridad, confort y cariño expresados
mediante un código secreto.
La persecución:
En esta postura, uno de
los cónyuges rehúye el abrazo, pero el otro lo persigue hasta adoptar La
Cuchara. Se puede interpretar como el deseo de una de las personas por tener su
espacio propio, individual, que su pareja no respeta, o como una especie de
juego tácitamente convenido en el que ambos se retan a perseguirse y
alcanzarse. Si consideramos que se desperdicia una considerable extensión de
colchón, parece una solución poco eficiente.
Estilo zen:
Es una postura propia de
relaciones largas, en la que se mantiene contacto, pero respetando el espacio
individual y la comodidad. Algo así como “necesito confort pero no me olvido de
ti, de que no duermo solo”.
El acantilado:
Esta posición es
parecida a La Persecución, sólo que ésta no se produce y la otra persona no la
espera. Ello puede llevar a que uno o los dos miembros de la pareja se
pregunten qué ocurre, si existe un distanciamiento, enfado o resentimiento.
Alternativamente, puede mostrar comprensión con el deseo del cónyuge de dormir
plácidamente sin ser molestado.
El arrebato:
Postura ambigua, que
puede tener múltiples significados. En un periodo de desavenencias, puede ser
una forma hacer explícitos los problemas, o también la forma en la que uno de
los cónyuges manifiesta estar dolido. También puede ser, simplemente, una forma
creativa de dormir, aunque de discutible practicidad.
El estudio descubrió que
el 42% de las parejas duermen
dándose la espalda, el 31% lo hacen mirando en la misma dirección y sólo
el 4% se adentran en el reino de Morfeo mirándose entre ellos. Igualmente, se
comprobó que alrededor del 34% duermen tocándose,
el 12% lo hacen a menos de 2,5 centímetros de distancia y en el 2% la
distancia supera los 75 cm. El estudio halló una relación significativa entre
la distancia a la que los dos miembros de la pareja duermen y la felicidad
conyugal. Si ésta es menor a 2, 5 cm, la probabilidad de éxito se sitúa en el
86%. A más de 75 cm de distancia, el porcentaje desciende a un todavía
estimable 66%.
Pareja 32. Edades: él 34, ella 31. Tiempo de relación: 5 meses.
Postura: Abrazo de pierna.
Están en el metro. En su
vagón hay gente de todas las edades, de muy diversas procedencias. Todos los
asientos están ocupados, pero queda un espacio libre, central, en el que ellos,
ajenos a todas esas personas que les rodean, juegan a apoyarse el uno en el
otro. Procuran acompasar su equilibrio con los movimientos del tren, con la
brusca sacudida de cada arrancada, con los imprevistos frenazos que anteceden
la llegada a una estación. Él no aparta su mirada de los ojos de ella, las
manos firmemente apoyadas en sus caderas. Ella le rodea el cuello con los
brazos, enlazando las muñecas detrás de su nuca. Están muy juntos, íntimamente
juntos. Cada uno es consciente de lo fuertes que son mientras el abrazo se
mantenga, cada uno sabe lo vulnerable que sería si éste se deshiciese. De
pronto, el equilibrio sólo es posible entre dos y cualquier asidero es superfluo.
Apenas notan el empujón de un joven ansioso por llegar a la salida, como
tampoco sienten la mirada precavida de una anciana que, sentada en una de las
esquinas del vagón, se pregunta cuánto durará su viaje. Esa anciana es
exactamente la mitad de la pareja 83.
Pareja 83. Edades: él 79, ella 78. Tiempo de relación: 55 años.
Postura: zen.
Es un atardecer de
otoño, un viento frio arremolina las hojas secas de los árboles a sus pies.
Están sentados en un banco de madera del parque. Ambos llevan un abrigo grueso,
él se protege, además, con guantes y bufanda. Unos niños gritan y corretean de
un lado a otro, con esas trayectorias imprevisibles de las carreras infantiles.
Sus madres o cuidadoras charlan despreocupadamente entre ellas. Él tiene puesta
toda su atención en un chiquillo de rizado cabello rubio que se balancea en un
columpio. Ella lo mira a él. El niño se impulsa cada vez con más fuerza, sus
pies se extienden hacia delante para ganar altura. La anciana reconoce un
brillo de sombría preocupación en los ojos de su pareja. El niño asciende un
poco más con cada vaivén, se diría que intenta llegar al límite que marca el
larguero que sujeta al columpio. El anciano está cada vez más tenso, una mueca
de angustia distorsiona su rostro, no tolera la quietud, se incorpora. El niño,
dominado por la excitación, alcanza casi una posición horizontal, la espalda
paralela al suelo. Insospechadamente ágil, el anciano se precipita hacia el
niño y atrapa sus pies con las manos. El niño grita sorprendido, su balanceo se
interrumpe con una brusca sacudida. El anciano cae hacia atrás. Una señora,
alarmada por el barullo, se desprende del corrillo de madres y corre hacia el
columpio. Baja al niño del asiento, lo abraza fuerte y comprueba en seguida que
nada grave ha ocurrido. Está desconcertada, no sabe si el anciano ha evitado un
grave peligro o lo ha provocado. La anciana ayuda a su pareja a levantarse y
coloca las manos a ambos lados de su cara sujetándola con fuerza, obligándole a
fijar en ella una mirada perdida en un tiempo lejano, recuperándolo para el presente.
Quiere tranquilizarlo con su gesto, decirle que no se preocupe, que no pasa
nada, que ella está aquí con él. Él siente la frialdad de sus manos en el
rostro y desea que ojalá ella, pobre, también llevase guantes.
Pareja 83. Edades: él 41, ella 40. Tiempo de relación: 17 años.
Postura: acantilado.
Cada mañana es lo mismo.
La sonrisa irónica, torcida, el brillo de deseo en la mirada. Esa actitud
desinhibida, chulesca. Ella no cree haber hecho nada para propiciarlo, siempre
lo trató educadamente, con naturalidad. Ni una sola frase ambigua que pudiera
ser malinterpretada, ni un gesto de coquetería, ni una conversación que
desbordase el ámbito laboral. Y sin embargo, la escena se repite cada día, sin
la menor excusa su compañero entra en el despacho, farfulla cualquier banalidad
y posa descaradamente los ojos en sus pechos, en su cuello. Ella tiene que
hacer verdaderos esfuerzos por disimular el asco que siente, por aparentar que
no es consciente de lo que está pasando, por desviar la charla hacia temas neutros,
inofensivos. Pero un día, de improviso, todo cambia. De forma inesperada, la
repugnancia deja paso a un extraño vacío en el estómago. Desconcertada, se
pregunta cómo ha podido ocurrir eso, debe ser algo inconsciente que acaso no
tenga nada que ver con ese hombre que está de pie frente a su mesa. Pero la
sensación vuelve y es cada vez más intensa, termina por gobernar su lenguaje
corporal, por dirigirla a un territorio que no quiere transitar, por desdecirla
cada vez que trata de convencerse a sí misma de que no, que no puede ser, que
todo es absurdo y que ésa no es la persona correcta. Piensa en todo ello cuando
aquella tarde, diferente a las demás, camina apuradamente bajo una fina lluvia
y se protege alzando el cuello de la gabardina. El agua resbala por la
superficie impermeable pero, por alguna razón, se nota calada hasta los huesos.
Llega a su portal, busca nerviosamente las llaves en el bolso. Sube apresurada
las escaleras, entra en casa y se encuentra con esa sonrisa cálida y acogedora que
tan bien conoce. Él la besa en la mejilla, le ayuda a liberarse de la
gabardina, la cuelga caballerosamente en el perchero. Ella, con la mirada baja,
murmura una frase de cortesía y corre a encerrarse en el baño. Y llora, llora
sin consuelo.
Pareja 45. Edades: él 46, ella 39. Tiempo de relación: 9 años. Postura:
el arrebato.
Ella cierra los ojos y
disfruta de la sensación de relajamiento. Qué placentero es dejarse llevar,
rehuir toda lucha, abandonarse a la laxitud absoluta, los músculos en atonía y
la mente libre al fin. Sin preocupaciones, sin angustias. Es tan sencillo que
se pregunta por qué no lo hizo antes, por qué se empeñó en librar esa
angustiosa batalla que jamás podría ganar. Todos los horrores vividos quedan
atrás, dejan de ser la ominosa encarnación que agitaba sus noches, que espantaba
el confortable sueño. Reacciones imprevisibles, estallidos de furia sin causa
alguna, la sensación de estar en un lugar y en un tiempo equivocados, de vivir
una farsa en la que no debería figurar. La obligación de estar siempre alerta y
preparada para lo peor, la convicción de que cualquier cosa que haga o que deje
de hacer será inútil. La pérdida insidiosa y progresiva de la fe por cambiar su
destino. El asco por todo, también por sí misma. Nada de eso existe ahora y por
primera vez siente gratitud por esas manos que aferran su cuello, que lo
aprietan con violencia tornando la oscuridad en negrura.
Pareja 12. Edades: él 29, ella 26. Tiempo de relación: 15 meses.
Postura: tejas.
Están desayunando cuando
ella le propone no hablar durante unas horas. Le desafía a no pronunciar ni una
sola palabra hasta la hora de la comida, una especie de reto que él acepta
divertido. Recogen los vasos y los platos, ella limpia de migas el mantel.
Después, desde la ducha, él asoma la cabeza y la invita con un gesto a
acompañarle. Ella se desnuda y entra, disfruta al sentir la delicadeza con la
que él la enjabona, el cuidado que pone en que cada caricia tenga un
significado propio. Se secan el uno al otro. Él la coge de la mano y la conduce
hasta el balcón para asomarse y mostrarle el día radiante, para que ella comprenda
que no quiere desperdiciarlo encerrado en casa, que le apetece estar fuera. Se
visten y salen a la calle. Pasean sin prisa, cogidos de la mano. Entran en una
tienda y ella elige un vestido de verano, colorido y alegre como la mañana. Sale
con él puesto del probador y lo luce con coquetería, dando un par de vueltas
sobre sí misma, alzando las cejas para interrogar a su pareja. Él sonríe
encantado con la exhibición, asiente con la cabeza, esboza un silbido con los
labios. No compran el vestido, ella no lo necesita, no es más que parte del
juego. Se coge a su brazo y siguen paseando por las avenidas de la ciudad sin
rumbo fijo, cada uno absorto en sí mismo aunque consciente en todo momento del
otro, de su indispensable presencia. Libres del esfuerzo de buscar las palabras
adecuadas para expresar sus sentimientos pueden caminar livianos, abiertos a
todos los sentidos. Curiosean en una librería de viejo, se intercambian
volúmenes exagerando muecas de sorpresa y admiración. Cada uno elige un libro
para el otro y se lo regalan con una cómica reverencia. Continúan hasta llegar
a un parque, se sientan en un banco de madera y ella apoya su cabeza en el
hombro de él, gozan del sencillo placer de sentir el tibio calor del sol en el
rostro. El tiempo se detiene en ellos pero avanza en el reloj, llega la hora de
volver, regresan a casa. Se sientan a comer y él empieza a decir algo, pero
ella le interrumpe poniéndole el dedo índice sobre los labios. Él comprende. Despojarse
de lo accesorio, quedarse sólo con lo esencial. Algo tan simple. Algo tan
difícil.
Pareja 27. Edades: él 32, ella 34. Tiempo de relación: 3 años. Postura:
la persecución.
Él apenas se detiene
unos momentos para admirarla, la contempla fugazmente, satisfecho y confiado.
Avanza sorteando la cama y la besa con calma, con verdadera dedicación. Quiere
que cada beso tenga su propia personalidad, que le transmita a ella la
intensidad de su deseo para que éste se contagie y se exprese en el lenguaje
corporal de gestos y respiraciones entrecortadas que él necesita para alimentar
su propia pasión. Está seguro de que esta vez podrá conseguirlo, está
plenamente convencido de que ella responderá a sus caricias, obtendrá la prueba
indiscutible de su placer. La desnuda, la acaricia sin prisas, no descuida
ningún lugar sensible, la recorre con la lengua. Ella reacciona con el temblor
de sus músculos, con la humedad de su sexo. Sólo entonces, cuando es evidente
su urgencia, cuando la necesidad se impone y elimina cualquier rastro del mundo,
sólo entonces la penetra y avanza despacio, calculando el ángulo que puede ser
más apropiado para presionar su clítoris, imponiendo un ritmo creciente y
acompasado a su aliento. Qué sensación de poder… los gemidos, el movimiento de
sus caderas, su boca entreabierta, la lengua que recorre el círculo de los
labios, sus manos apretándolo con fuerza contra sus pechos para lograr un
contacto más íntimo…es lo que verdaderamente quiere, lo que vino a buscar, lo
que hace que la excitación crezca hasta vaciarse en ella al fin. Se retira y descansa
durante unos instantes con la mirada fija en el techo, pensando en la otra
mujer, la que de verdad importa, la que no es capaz de complacer, la que le
premia con amistosas palmadas en el hombro. Se viste y deja discretamente unos
billetes encima de la mesa antes de salir.
Pareja 27. Edades: él 45, ella 37. Tiempo de relación: 5 años. Postura:
la cuchara.
Él le pregunta si le
apetece leer un rato o prefiere apagar la luz ya. Ella se incorpora y sonríe
antes de inclinarse sobre el tatuaje que él lleva escrito en el antebrazo.
“Déjala encendida sólo un momento”. Lentamente, con delicadeza, pasa la punta
de la lengua por cada una de las letras grabadas en la piel. La “f” de
“fulgor”, el que les deslumbró al principio y que ahora ya no necesitan. La “u”
del “umbral” que tanto se duda en traspasar. La “g” del “guante” que ella
olvidó a propósito en su coche. La “i” de “instante”, aquél en que él la vio
acercarse y todo cambió. La “e” de la “entrega” que respira bajo la armadura y
que se esconde ante la exigencia. La “n” de la “nota” que un día él dejó en el
bolsillo de su abrigo y la desarmó. La ”t”
de “tiranía”, la del miedo, la que nos aparta de la “i” de “intimidad”, ese
lugar de plenitud que está tras el umbral. La “a” de “antes”, lo que no merece
ser recordado. La “c” de la “confianza” que sólo se gana con renuncia. La “a”
de “amor” que es la suma de todas las letras. La “p” del “peso” del único
cuerpo que puede resultar liviano. La “t” de ternura, que es el reposo del
deseo. La “a” de “amor”, que es la suma de todas las letras cuando dos han
aprendido a leer.
Él se vuelve hacia ella
y le dice “definitivamente, dejaremos la luz encendida”.
Pareja 51. Edades: 39 él, 33 ella. Tiempo de relación: 6
meses. Postura: abrazo de luna de miel.
El
vidrio tintado del ventanal del salón azulea los copos de nieve que, treinta
pisos más abajo, van tapizando el suelo de Bruselas. Percibe el sabor
terroso del whisky, que el vendedor se sintió obligado a describirle más allá
de cualquier curiosidad, quizá por el mero hecho de su precio desorbitado. Si
bien es cierto que cada sorbo alimentaría durante una semana a un par de
familias, también lo es que contribuye a saborear dignamente la cumbre de su éxito.
Como la mujer a la que oye dejar las llaves y el abrigo en el recibidor y cuya
carísima fragancia afrodisíaca llegará a él mucho antes que sus brazos y sus
labios. Si los amigos del barrio humilde en que creció la vieran a su lado, si
pudieran contemplar su deslumbrante belleza, su distinción aristocrática y su
cuerpo de diosa, esas formas poderosas que la elegancia apenas insinúa, se
habrían sentido incapaces de considerarse de la misma especie. Pero a quién le
importa qué habrá sido de esos pobres diablos. Recuerda lo inaccesible
que parecía aquella presencia apabullante y sofisticada hace apenas unos meses,
cuando una inesperada conversación inteligente tendió un puente entre ellos.
Ahora experimenta la plenitud en la que su amor también ha sido un soporte
decisivo. Así se lo dirá esta noche al revelarle su inminente nombramiento.
Puede que en una semana o dos le diga el resto, con el anillo
que hoy ha reservado en Choppard.
Ella llega por detrás, con aire de coqueta sorpresa y le rodea el cuello con los brazos, acomodando los pechos sobre su espalda, que resbalan insinuantes por la camisa de seda. Besa la nuca y bebe de su vaso. Mmmm, Va a ser mejor que también se sirva uno. Mientras se entretiene con los hielos en el mueble bar contempla su perfil vigilante frente a la ventana. Los pantalones de los trajes que le ayudó a elegir le hacen un trasero imponente. Es una pena, le ha tomado cariño. Además es encantadoramente tierno en la cama. Esta noche harán el amor como nunca. Es mejor despedirse así. Podría haber tomado un avión después de entregar el dossier, pero la invadió una momentánea piedad por el hombre cuya carrera estaba a punto de arruinar. Tampoco lo suficiente para olvidar lo bien que pagan en la compañía rival por los planes estratégicos que le habían encargado. Mañana en Barcelona retomará su vida verdadera, volverá a ver a Albert después de tanto tiempo. Pero esta noche... esta noche será solo suya.
Ella llega por detrás, con aire de coqueta sorpresa y le rodea el cuello con los brazos, acomodando los pechos sobre su espalda, que resbalan insinuantes por la camisa de seda. Besa la nuca y bebe de su vaso. Mmmm, Va a ser mejor que también se sirva uno. Mientras se entretiene con los hielos en el mueble bar contempla su perfil vigilante frente a la ventana. Los pantalones de los trajes que le ayudó a elegir le hacen un trasero imponente. Es una pena, le ha tomado cariño. Además es encantadoramente tierno en la cama. Esta noche harán el amor como nunca. Es mejor despedirse así. Podría haber tomado un avión después de entregar el dossier, pero la invadió una momentánea piedad por el hombre cuya carrera estaba a punto de arruinar. Tampoco lo suficiente para olvidar lo bien que pagan en la compañía rival por los planes estratégicos que le habían encargado. Mañana en Barcelona retomará su vida verdadera, volverá a ver a Albert después de tanto tiempo. Pero esta noche... esta noche será solo suya.
Pareja 32. Edades: él, 38, ella 37. Postura
tejas.
Y así como te lo cuento, así
sucedió –dijo Ella.
-No me lo puedo creer… En fin,
como dijo el torero “hay gente pa tó” -respondió Él.
-A veces cuesta entender a las
personas.
-Yo hace tiempo que dejé de
intentarlo. Bueno, cariño, es hora de salir a hacer un poco de deporte. Cuelga
tú, reina.
-Eso está muy bien, así te
pondrás fuerte y guapo para mí. Cuelga tú, cielo.
-No, bonita, cuelga tú, anda…
-No, rey, por favor…hazlo tú.
-Verás, cuando te digo “cuelga
tú” es un gesto de cortesía. Existe la teoría de que en una relación, la parte
dominante siempre cuelga primero y la parte complaciente es la última en
retirarse del teléfono.
-Ah, entiendo. Entonces tú,
parte dominante, de una forma cortés, y porque hoy te sientes magnánimo, me
cedes el derecho de colgar primero, ¿no?
-Nooo. Lo estás
malinterpretando con muy mala leche.
-Pues a mí me parece que lo
estoy interpretando en su justo significado.
-Joder, esto empieza a ser una
discusión ridícula. Cuelga y ya está.
-Pues fíjate, no me da la gana
de colgar. ¿Por qué tengo que hacerlo yo?
-Porque yo te lo he pedido.
-De igual forma que yo te lo
pedí a ti.
-A ver, que no tengo todo el
santo día. Sabes que te quiero, tonta, cuelga, anda…
-No.
-¡Me cago en la puta! ¡Cuelga
ya, joder!
-¡A mí no me hables así!
-¡Te hablo como me sale de las
pelotas! ¡Y ya estás colgando si no quieres que me cabree más!
-Te cabreas porque eres un
cabrón. ¡Y un eunuco!
-¿Eunuco yo? Si disfrutas como
una zorra cuando te pongo mirando pa Cuenca.
-Desde luego… qué fácil es
engañaros a los hombres. Ya ni tiene mérito.
Unos segundos de silencio.
-¿Sabes? Ya no me importa que
cuelgues, lo haré yo. Tenías la oportunidad de ser amable, complaciente, y has
convertido esta discusión en una estúpida guerra. Si cuelgas ahora ya no tendrá
el mismo significado que si lo hubieras hecho al principio, así que ya me da
igual.
-Haz lo que quieras, yo no
pienso colgar. Quizás no sea complaciente…
-Mira, yo me largo, me voy a
correr. Dejaré el teléfono encendido. Haz lo que quieras.
-Yo también lo dejaré
encendido…y te advierto que lo tengo conectado al cargador, así que se te
agotará la batería antes que a mí.
-Adiós.
-Adiós.
Pareja 46. Edades: él, 45, ella 42. Postura
acantilado.
Ella sopesó su
aspecto y decidió que todo el esfuerzo empleado había rendido sus frutos al
fin, y aquel cuerpo desgarbado y flácido que no hace mucho contemplaba con
repulsa, había dejado paso a otro muy diferente, firme y armonioso. Ahora se
sentía tan conforme y segura de sí misma como antes hastiada, incluso asqueada.
Pero Él, bendito sea, la había rescatado de ese estado de profunda apatía con
una estrategia generosa, sutil y, a la postre -así había reconocerlo- del todo
eficaz. Al principio, Ella no había entendido, había sido incapaz de comprender
sus verdaderas intenciones y se sentía carcomida por los celos, humillada al
verlo en compañía de la Otra, con su semblante satisfecho, hinchado y orgulloso
como un pavo real. Qué torpe, qué mujer tan idiota había sido, incapaz de
superar ese cercado de rencor y resignación. Hasta que descifró el tácito mensaje.
Podía recordar con toda claridad el momento en el que la verdad se abrió paso
en su mente entumecida, cuando se dio cuenta de que Él le estaba mostrando el
camino, de que le indicaba todo lo que Ella no era capaz de ofrecerle. Fue
entonces cuando empezaron esos meses de frenética actividad física en el
gimnasio, de secretas visitas al estilista, de progresivos cambios en la dieta,
de renovación de un vestuario más acorde con la imagen que ahora le devolvía el
espejo: la de una mujer madura, moderna, atractiva y confiada. Como no podía
ser de otra forma, Él había reaccionado mostrando un progresivo interés. La
curiosidad inicial había evolucionado hacia una disimulada admiración.
Reapareció el deseo, al principio apenas esbozado en miradas furtivas, después
manifestado de forma explícita con francas insinuaciones. Pero Ella no había
respondido. Triunfadora, había permanecido impasible ante sus torpes tentativas
de acercamiento. Lo observó con detalle, por primera vez en todos esos años lo
tasó de forma crítica y con desagrado descubrió las arrugas en la frente, las
bolsas en los párpados, el cinturón de grasa que afeaba su figura. Y decidió
que estaba obligada a mostrar agradecimiento, a devolver todo lo que Él había
hecho por Ella. Había llegado el momento de tomar el testigo, de abandonar la
silla y subir al estrado, así que buscó su
bolso, sacó el móvil y marcó el número de su entrenador personal.
La conclusión del
estudio es que las parejas que se
quedan dormidas tocándose tienden a ser más felices si están cara a cara
que si lo hacen en la posición de «la cucharita», mirando los dos en la misma
dirección o en direcciones opuestas. Entre aquellos que no se tocan son más
felices las parejas que miran en la misma dirección. Esta conclusión fue
discutida por uno de los revisores del estudio, que argumentó, de una forma
razonable, que quizás la postura para dormir no fuese la causa de la felicidad
o desgracia conyugales, sino simplemente una manifestación más de éstas. Es
decir, se duerme como se ama.
Comentarios
Publicar un comentario