Se ama como se duerme.

Mi agradecimiento a las colaboraciones de J y R.


El profesor Wiseman ha publicado recientemente un interesante estudio en la revista Journal of Applied Behaviour (JAB 2014; 12: 335-42) en el que se relaciona la fortaleza de las parejas con sus hábitos a la hora de dormir. Esta investigación partía de una audaz hipótesis: la separación o cercanía entre los cónyuges influye en la felicidad del matrimonio. Es de suponer que la disposición de las personas en la cama resulta de un delicado equilibrio entre la comodidad y la necesidad de mostrar y recibir afecto. Más aún, nuestra propia experiencia demuestra que las posiciones suelen variar con el tiempo a medida que el confort se impone a los sentimientos. Para contrastar esta idea, él y su equipo de investigadores administraron una exhaustiva encuesta a 550 parejas, que fueron interrogadas sobre de la postura que suelen adoptar para dormir (el comportamiento sexual no fue tenido en cuenta y, por lo tanto, el término “postura” está desprovisto de connotaciones eróticas) y acerca de su grado de satisfacción conyugal. Desgraciadamente, el artículo no explica cómo se midió el bienestar marital y se desconoce si existe algún cuestionario validado para cuantificarlo. De existir, su uso debería estar prohibido o podría ser de nefastas consecuencias para la estabilidad de muchas parejas que viven el confortable engaño de una falsa felicidad. Dejando digresiones aparte y centrándonos en los aspectos más puramente científicos, se identificaron las siguientes posturas, representadas en la Figura 1:


La cuchara:
Es la posición más común en las parejas, especialmente en los que han estado casados 3-5 años. Cuando una mujer asume esta posición, da a entender que necesita calidez, cercanía. Proporciona el mayor contacto posible con el cónyuge, asegurando la proximidad física. No es necesariamente erótica, pero es cómoda y confortable.
Abrazo de luna de miel:
Es la más íntima de las posiciones, una alternativa menos común a La Cuchara, y se adopta en periodos en los que sentimientos intensos están presentes, como después del acto sexual o en el inicio de una relación sentimental. Rara vez se consolida a lo largo el tiempo, pero algunas parejas la mantienen de forma duradera, aunque ello podría reflejar una excesiva dependencia.
Tejas:
Es una posición muy popular y refleja egos fuertes. Al apoyar la cabeza en el hombro de la pareja, se expresa cierta dependencia y un alto grado de confianza, al mismo tiempo que la otra persona emite una señal protectora.
Dulce cuna:
Es una variedad de la anterior, el contacto entre los cuerpos es más amplio. Aquí, las sensaciones de confianza, dependencia y protección son aún más intensas.
Débilmente enlazados:
A medida que el tiempo pasa, la posición de La Cuchara se desvirtúa y se transforma en este entrelazamiento más débil, desplazando el balance entre la comodidad y el contacto hacia el primer componente. El resultado es una mayor facilidad para conciliar y mantener el sueño, prioridad en el exigente día a día que depara la sociedad actual.
Abrazo de pierna:
Esta posición se puede interpretar de dos formas: como una dificultad para transmitir sentimientos -por timidez o represión- o como familiaridad, confort y cariño expresados mediante un código secreto.
La persecución:
En esta postura, uno de los cónyuges rehúye el abrazo, pero el otro lo persigue hasta adoptar La Cuchara. Se puede interpretar como el deseo de una de las personas por tener su espacio propio, individual, que su pareja no respeta, o como una especie de juego tácitamente convenido en el que ambos se retan a perseguirse y alcanzarse. Si consideramos que se desperdicia una considerable extensión de colchón, parece una solución poco eficiente.
Estilo zen:
Es una postura propia de relaciones largas, en la que se mantiene contacto, pero respetando el espacio individual y la comodidad. Algo así como “necesito confort pero no me olvido de ti, de que no duermo solo”.
El acantilado:
Esta posición es parecida a La Persecución, sólo que ésta no se produce y la otra persona no la espera. Ello puede llevar a que uno o los dos miembros de la pareja se pregunten qué ocurre, si existe un distanciamiento, enfado o resentimiento. Alternativamente, puede mostrar comprensión con el deseo del cónyuge de dormir plácidamente sin ser molestado.
El arrebato:
Postura ambigua, que puede tener múltiples significados. En un periodo de desavenencias, puede ser una forma hacer explícitos los problemas, o también la forma en la que uno de los cónyuges manifiesta estar dolido. También puede ser, simplemente, una forma creativa de dormir, aunque de discutible practicidad.
El estudio descubrió que el 42% de las parejas duermen dándose la espalda, el 31% lo hacen mirando en la misma dirección y sólo el 4% se adentran en el reino de Morfeo mirándose entre ellos. Igualmente, se comprobó que alrededor del 34% duermen tocándose, el 12% lo hacen a menos de 2,5 centímetros de distancia y en el 2% la distancia supera los 75 cm. El estudio halló una relación significativa entre la distancia a la que los dos miembros de la pareja duermen y la felicidad conyugal. Si ésta es menor a 2, 5 cm, la probabilidad de éxito se sitúa en el 86%. A más de 75 cm de distancia, el porcentaje desciende a un todavía estimable 66%.

Pareja 32. Edades: él 34, ella 31. Tiempo de relación: 5 meses. Postura: Abrazo de pierna.
Están en el metro. En su vagón hay gente de todas las edades, de muy diversas procedencias. Todos los asientos están ocupados, pero queda un espacio libre, central, en el que ellos, ajenos a todas esas personas que les rodean, juegan a apoyarse el uno en el otro. Procuran acompasar su equilibrio con los movimientos del tren, con la brusca sacudida de cada arrancada, con los imprevistos frenazos que anteceden la llegada a una estación. Él no aparta su mirada de los ojos de ella, las manos firmemente apoyadas en sus caderas. Ella le rodea el cuello con los brazos, enlazando las muñecas detrás de su nuca. Están muy juntos, íntimamente juntos. Cada uno es consciente de lo fuertes que son mientras el abrazo se mantenga, cada uno sabe lo vulnerable que sería si éste se deshiciese. De pronto, el equilibrio sólo es posible entre dos y cualquier asidero es superfluo. Apenas notan el empujón de un joven ansioso por llegar a la salida, como tampoco sienten la mirada precavida de una anciana que, sentada en una de las esquinas del vagón, se pregunta cuánto durará su viaje. Esa anciana es exactamente la mitad de la pareja 83.

Pareja 83. Edades: él 79, ella 78. Tiempo de relación: 55 años. Postura: zen.
Es un atardecer de otoño, un viento frio arremolina las hojas secas de los árboles a sus pies. Están sentados en un banco de madera del parque. Ambos llevan un abrigo grueso, él se protege, además, con guantes y bufanda. Unos niños gritan y corretean de un lado a otro, con esas trayectorias imprevisibles de las carreras infantiles. Sus madres o cuidadoras charlan despreocupadamente entre ellas. Él tiene puesta toda su atención en un chiquillo de rizado cabello rubio que se balancea en un columpio. Ella lo mira a él. El niño se impulsa cada vez con más fuerza, sus pies se extienden hacia delante para ganar altura. La anciana reconoce un brillo de sombría preocupación en los ojos de su pareja. El niño asciende un poco más con cada vaivén, se diría que intenta llegar al límite que marca el larguero que sujeta al columpio. El anciano está cada vez más tenso, una mueca de angustia distorsiona su rostro, no tolera la quietud, se incorpora. El niño, dominado por la excitación, alcanza casi una posición horizontal, la espalda paralela al suelo. Insospechadamente ágil, el anciano se precipita hacia el niño y atrapa sus pies con las manos. El niño grita sorprendido, su balanceo se interrumpe con una brusca sacudida. El anciano cae hacia atrás. Una señora, alarmada por el barullo, se desprende del corrillo de madres y corre hacia el columpio. Baja al niño del asiento, lo abraza fuerte y comprueba en seguida que nada grave ha ocurrido. Está desconcertada, no sabe si el anciano ha evitado un grave peligro o lo ha provocado. La anciana ayuda a su pareja a levantarse y coloca las manos a ambos lados de su cara sujetándola con fuerza, obligándole a fijar en ella una mirada perdida en un tiempo lejano, recuperándolo para el presente. Quiere tranquilizarlo con su gesto, decirle que no se preocupe, que no pasa nada, que ella está aquí con él. Él siente la frialdad de sus manos en el rostro y desea que ojalá ella, pobre, también llevase guantes.

Pareja 83. Edades: él 41, ella 40. Tiempo de relación: 17 años. Postura: acantilado.
Cada mañana es lo mismo. La sonrisa irónica, torcida, el brillo de deseo en la mirada. Esa actitud desinhibida, chulesca. Ella no cree haber hecho nada para propiciarlo, siempre lo trató educadamente, con naturalidad. Ni una sola frase ambigua que pudiera ser malinterpretada, ni un gesto de coquetería, ni una conversación que desbordase el ámbito laboral. Y sin embargo, la escena se repite cada día, sin la menor excusa su compañero entra en el despacho, farfulla cualquier banalidad y posa descaradamente los ojos en sus pechos, en su cuello. Ella tiene que hacer verdaderos esfuerzos por disimular el asco que siente, por aparentar que no es consciente de lo que está pasando, por desviar la charla hacia temas neutros, inofensivos. Pero un día, de improviso, todo cambia. De forma inesperada, la repugnancia deja paso a un extraño vacío en el estómago. Desconcertada, se pregunta cómo ha podido ocurrir eso, debe ser algo inconsciente que acaso no tenga nada que ver con ese hombre que está de pie frente a su mesa. Pero la sensación vuelve y es cada vez más intensa, termina por gobernar su lenguaje corporal, por dirigirla a un territorio que no quiere transitar, por desdecirla cada vez que trata de convencerse a sí misma de que no, que no puede ser, que todo es absurdo y que ésa no es la persona correcta. Piensa en todo ello cuando aquella tarde, diferente a las demás, camina apuradamente bajo una fina lluvia y se protege alzando el cuello de la gabardina. El agua resbala por la superficie impermeable pero, por alguna razón, se nota calada hasta los huesos. Llega a su portal, busca nerviosamente las llaves en el bolso. Sube apresurada las escaleras, entra en casa y se encuentra con esa sonrisa cálida y acogedora que tan bien conoce. Él la besa en la mejilla, le ayuda a liberarse de la gabardina, la cuelga caballerosamente en el perchero. Ella, con la mirada baja, murmura una frase de cortesía y corre a encerrarse en el baño. Y llora, llora sin consuelo.

Pareja 45. Edades: él 46, ella 39. Tiempo de relación: 9 años. Postura: el arrebato.
Ella cierra los ojos y disfruta de la sensación de relajamiento. Qué placentero es dejarse llevar, rehuir toda lucha, abandonarse a la laxitud absoluta, los músculos en atonía y la mente libre al fin. Sin preocupaciones, sin angustias. Es tan sencillo que se pregunta por qué no lo hizo antes, por qué se empeñó en librar esa angustiosa batalla que jamás podría ganar. Todos los horrores vividos quedan atrás, dejan de ser la ominosa encarnación que agitaba sus noches, que espantaba el confortable sueño. Reacciones imprevisibles, estallidos de furia sin causa alguna, la sensación de estar en un lugar y en un tiempo equivocados, de vivir una farsa en la que no debería figurar. La obligación de estar siempre alerta y preparada para lo peor, la convicción de que cualquier cosa que haga o que deje de hacer será inútil. La pérdida insidiosa y progresiva de la fe por cambiar su destino. El asco por todo, también por sí misma. Nada de eso existe ahora y por primera vez siente gratitud por esas manos que aferran su cuello, que lo aprietan con violencia tornando la oscuridad en negrura.

Pareja 12. Edades: él 29, ella 26. Tiempo de relación: 15 meses. Postura: tejas.
Están desayunando cuando ella le propone no hablar durante unas horas. Le desafía a no pronunciar ni una sola palabra hasta la hora de la comida, una especie de reto que él acepta divertido. Recogen los vasos y los platos, ella limpia de migas el mantel. Después, desde la ducha, él asoma la cabeza y la invita con un gesto a acompañarle. Ella se desnuda y entra, disfruta al sentir la delicadeza con la que él la enjabona, el cuidado que pone en que cada caricia tenga un significado propio. Se secan el uno al otro. Él la coge de la mano y la conduce hasta el balcón para asomarse y mostrarle el día radiante, para que ella comprenda que no quiere desperdiciarlo encerrado en casa, que le apetece estar fuera. Se visten y salen a la calle. Pasean sin prisa, cogidos de la mano. Entran en una tienda y ella elige un vestido de verano, colorido y alegre como la mañana. Sale con él puesto del probador y lo luce con coquetería, dando un par de vueltas sobre sí misma, alzando las cejas para interrogar a su pareja. Él sonríe encantado con la exhibición, asiente con la cabeza, esboza un silbido con los labios. No compran el vestido, ella no lo necesita, no es más que parte del juego. Se coge a su brazo y siguen paseando por las avenidas de la ciudad sin rumbo fijo, cada uno absorto en sí mismo aunque consciente en todo momento del otro, de su indispensable presencia. Libres del esfuerzo de buscar las palabras adecuadas para expresar sus sentimientos pueden caminar livianos, abiertos a todos los sentidos. Curiosean en una librería de viejo, se intercambian volúmenes exagerando muecas de sorpresa y admiración. Cada uno elige un libro para el otro y se lo regalan con una cómica reverencia. Continúan hasta llegar a un parque, se sientan en un banco de madera y ella apoya su cabeza en el hombro de él, gozan del sencillo placer de sentir el tibio calor del sol en el rostro. El tiempo se detiene en ellos pero avanza en el reloj, llega la hora de volver, regresan a casa. Se sientan a comer y él empieza a decir algo, pero ella le interrumpe poniéndole el dedo índice sobre los labios. Él comprende. Despojarse de lo accesorio, quedarse sólo con lo esencial. Algo tan simple. Algo tan difícil.

Pareja 27. Edades: él 32, ella 34. Tiempo de relación: 3 años. Postura: la persecución.
Él apenas se detiene unos momentos para admirarla, la contempla fugazmente, satisfecho y confiado. Avanza sorteando la cama y la besa con calma, con verdadera dedicación. Quiere que cada beso tenga su propia personalidad, que le transmita a ella la intensidad de su deseo para que éste se contagie y se exprese en el lenguaje corporal de gestos y respiraciones entrecortadas que él necesita para alimentar su propia pasión. Está seguro de que esta vez podrá conseguirlo, está plenamente convencido de que ella responderá a sus caricias, obtendrá la prueba indiscutible de su placer. La desnuda, la acaricia sin prisas, no descuida ningún lugar sensible, la recorre con la lengua. Ella reacciona con el temblor de sus músculos, con la humedad de su sexo. Sólo entonces, cuando es evidente su urgencia, cuando la necesidad se impone y elimina cualquier rastro del mundo, sólo entonces la penetra y avanza despacio, calculando el ángulo que puede ser más apropiado para presionar su clítoris, imponiendo un ritmo creciente y acompasado a su aliento. Qué sensación de poder… los gemidos, el movimiento de sus caderas, su boca entreabierta, la lengua que recorre el círculo de los labios, sus manos apretándolo con fuerza contra sus pechos para lograr un contacto más íntimo…es lo que verdaderamente quiere, lo que vino a buscar, lo que hace que la excitación crezca hasta vaciarse en ella al fin. Se retira y descansa durante unos instantes con la mirada fija en el techo, pensando en la otra mujer, la que de verdad importa, la que no es capaz de complacer, la que le premia con amistosas palmadas en el hombro. Se viste y deja discretamente unos billetes encima de la mesa antes de salir.

Pareja 27. Edades: él 45, ella 37. Tiempo de relación: 5 años. Postura: la cuchara.
Él le pregunta si le apetece leer un rato o prefiere apagar la luz ya. Ella se incorpora y sonríe antes de inclinarse sobre el tatuaje que él lleva escrito en el antebrazo. “Déjala encendida sólo un momento”. Lentamente, con delicadeza, pasa la punta de la lengua por cada una de las letras grabadas en la piel. La “f” de “fulgor”, el que les deslumbró al principio y que ahora ya no necesitan. La “u” del “umbral” que tanto se duda en traspasar. La “g” del “guante” que ella olvidó a propósito en su coche. La “i” de “instante”, aquél en que él la vio acercarse y todo cambió. La “e” de la “entrega” que respira bajo la armadura y que se esconde ante la exigencia. La “n” de la “nota” que un día él dejó en el bolsillo de su abrigo y la desarmó.  La ”t” de “tiranía”, la del miedo, la que nos aparta de la “i” de “intimidad”, ese lugar de plenitud que está tras el umbral. La “a” de “antes”, lo que no merece ser recordado. La “c” de la “confianza” que sólo se gana con renuncia. La “a” de “amor” que es la suma de todas las letras. La “p” del “peso” del único cuerpo que puede resultar liviano. La “t” de ternura, que es el reposo del deseo. La “a” de “amor”, que es la suma de todas las letras cuando dos han aprendido a leer.
Él se vuelve hacia ella y le dice “definitivamente, dejaremos la luz encendida”.

Pareja 51. Edades: 39 él, 33 ella. Tiempo de relación: 6 meses. Postura: abrazo de luna de miel.
El vidrio tintado del ventanal del salón azulea los copos de nieve que, treinta pisos más abajo, van tapizando  el suelo de Bruselas. Percibe el sabor terroso del whisky, que el vendedor se sintió obligado a describirle más allá de cualquier curiosidad, quizá por el mero hecho de su precio desorbitado. Si bien es cierto que cada sorbo alimentaría durante una semana a un par de familias, también lo es que contribuye a saborear dignamente la cumbre de su éxito. Como la mujer a la que oye dejar las llaves y el abrigo en el recibidor y cuya carísima fragancia afrodisíaca llegará a él mucho antes que sus brazos y sus labios. Si los amigos del barrio humilde en que creció la vieran a su lado, si pudieran contemplar su deslumbrante belleza, su distinción aristocrática y su cuerpo de diosa, esas formas poderosas que la elegancia apenas insinúa, se habrían sentido incapaces de considerarse de la misma especie. Pero a quién le importa qué habrá sido de esos  pobres diablos. Recuerda lo inaccesible que parecía aquella presencia apabullante y sofisticada hace apenas unos meses, cuando una inesperada conversación inteligente tendió un puente entre ellos. Ahora experimenta la plenitud en la que su amor también ha sido un soporte decisivo. Así se lo dirá esta noche al revelarle su inminente nombramiento. Puede que en  una semana o dos le diga el  resto, con el anillo  que hoy ha reservado en Choppard.
Ella llega por detrás, con aire de coqueta sorpresa y le rodea el cuello con los brazos, acomodando los pechos sobre su espalda, que resbalan insinuantes por la camisa de seda. Besa la nuca y bebe de su vaso. Mmmm, Va a ser mejor que también se sirva uno. Mientras se entretiene con los hielos en el mueble bar contempla su perfil vigilante frente a la ventana. Los pantalones de los trajes que le ayudó a elegir le hacen un trasero imponente. Es una pena, le ha tomado cariño. Además es encantadoramente tierno en la cama. Esta noche harán el amor como nunca. Es mejor despedirse así. Podría haber tomado un avión después de entregar el dossier, pero la invadió una momentánea piedad por el hombre cuya carrera estaba a punto de arruinar. Tampoco lo suficiente para olvidar lo bien que pagan en la compañía rival por los planes estratégicos que le habían encargado. Mañana en Barcelona retomará su vida verdadera, volverá a ver a Albert después de tanto tiempo. Pero esta noche...  esta noche será solo suya.

Pareja 32. Edades: él, 38, ella 37. Postura tejas.
Y así como te lo cuento, así sucedió –dijo Ella.
-No me lo puedo creer… En fin, como dijo el torero “hay gente pa tó” -respondió Él.
-A veces cuesta entender a las personas.
-Yo hace tiempo que dejé de intentarlo. Bueno, cariño, es hora de salir a hacer un poco de deporte. Cuelga tú, reina.
-Eso está muy bien, así te pondrás fuerte y guapo para mí. Cuelga tú, cielo.
-No, bonita, cuelga tú, anda…
-No, rey, por favor…hazlo tú.
-Verás, cuando te digo “cuelga tú” es un gesto de cortesía. Existe la teoría de que en una relación, la parte dominante siempre cuelga primero y la parte complaciente es la última en retirarse del teléfono.
-Ah, entiendo. Entonces tú, parte dominante, de una forma cortés, y porque hoy te sientes magnánimo, me cedes el derecho de colgar primero, ¿no?
-Nooo. Lo estás malinterpretando con muy mala leche.
-Pues a mí me parece que lo estoy interpretando en su justo significado.
-Joder, esto empieza a ser una discusión ridícula. Cuelga y ya está.
-Pues fíjate, no me da la gana de colgar. ¿Por qué tengo que hacerlo yo?
-Porque yo te lo he pedido.
-De igual forma que yo te lo pedí a ti.
-A ver, que no tengo todo el santo día. Sabes que te quiero, tonta, cuelga, anda…
-No.
-¡Me cago en la puta! ¡Cuelga ya, joder!
-¡A mí no me hables así!
-¡Te hablo como me sale de las pelotas! ¡Y ya estás colgando si no quieres que me cabree más!
-Te cabreas porque eres un cabrón. ¡Y un eunuco!
-¿Eunuco yo? Si disfrutas como una zorra cuando te pongo mirando pa Cuenca.
-Desde luego… qué fácil es engañaros a los hombres. Ya ni tiene mérito.
Unos segundos de silencio.
-¿Sabes? Ya no me importa que cuelgues, lo haré yo. Tenías la oportunidad de ser amable, complaciente, y has convertido esta discusión en una estúpida guerra. Si cuelgas ahora ya no tendrá el mismo significado que si lo hubieras hecho al principio, así que ya me da igual.
-Haz lo que quieras, yo no pienso colgar. Quizás no sea complaciente…
-Mira, yo me largo, me voy a correr. Dejaré el teléfono encendido. Haz lo que quieras.
-Yo también lo dejaré encendido…y te advierto que lo tengo conectado al cargador, así que se te agotará la batería antes que a mí.
-Adiós.
-Adiós. 

Pareja 46. Edades: él, 45, ella 42. Postura acantilado.
Ella sopesó su aspecto y decidió que todo el esfuerzo empleado había rendido sus frutos al fin, y aquel cuerpo desgarbado y flácido que no hace mucho contemplaba con repulsa, había dejado paso a otro muy diferente, firme y armonioso. Ahora se sentía tan conforme y segura de sí misma como antes hastiada, incluso asqueada. Pero Él, bendito sea, la había rescatado de ese estado de profunda apatía con una estrategia generosa, sutil y, a la postre -así había reconocerlo- del todo eficaz. Al principio, Ella no había entendido, había sido incapaz de comprender sus verdaderas intenciones y se sentía carcomida por los celos, humillada al verlo en compañía de la Otra, con su semblante satisfecho, hinchado y orgulloso como un pavo real. Qué torpe, qué mujer tan idiota había sido, incapaz de superar ese cercado de rencor y resignación. Hasta que descifró el tácito mensaje. Podía recordar con toda claridad el momento en el que la verdad se abrió paso en su mente entumecida, cuando se dio cuenta de que Él le estaba mostrando el camino, de que le indicaba todo lo que Ella no era capaz de ofrecerle. Fue entonces cuando empezaron esos meses de frenética actividad física en el gimnasio, de secretas visitas al estilista, de progresivos cambios en la dieta, de renovación de un vestuario más acorde con la imagen que ahora le devolvía el espejo: la de una mujer madura, moderna, atractiva y confiada. Como no podía ser de otra forma, Él había reaccionado mostrando un progresivo interés. La curiosidad inicial había evolucionado hacia una disimulada admiración. Reapareció el deseo, al principio apenas esbozado en miradas furtivas, después manifestado de forma explícita con francas insinuaciones. Pero Ella no había respondido. Triunfadora, había permanecido impasible ante sus torpes tentativas de acercamiento. Lo observó con detalle, por primera vez en todos esos años lo tasó de forma crítica y con desagrado descubrió las arrugas en la frente, las bolsas en los párpados, el cinturón de grasa que afeaba su figura. Y decidió que estaba obligada a mostrar agradecimiento, a devolver todo lo que Él había hecho por Ella. Había llegado el momento de tomar el testigo, de abandonar la silla y subir al estrado, así que buscó su  bolso, sacó el móvil y marcó el número de su entrenador personal.


La conclusión del estudio es que las parejas que se quedan dormidas tocándose tienden a ser más felices si están cara a cara que si lo hacen en la posición de «la cucharita», mirando los dos en la misma dirección o en direcciones opuestas. Entre aquellos que no se tocan son más felices las parejas que miran en la misma dirección. Esta conclusión fue discutida por uno de los revisores del estudio, que argumentó, de una forma razonable, que quizás la postura para dormir no fuese la causa de la felicidad o desgracia conyugales, sino simplemente una manifestación más de éstas. Es decir, se duerme como se ama.

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