El ejecutivo que resbaló con una monda de plátano.
Hace tiempo tuve la oportunidad de
ver (o leer, no lo recuerdo bien) una entrevista a Antonio Ozores, un productor
de cine patrio y racial que fue responsable de éxitos comerciales tales como
“Yo hice a Roque III” o “Cristóbal Colón de oficio descubridor”. Le preguntaban
si no se arrepentía de haber producido únicamente películas destinadas a
provocar la carcajada fácil en los espectadores y si no había echado en falta
una carrera más ambiciosa, más “artística”. El tipo contestó algo que me
pareció una genialidad: “Mire usted, el cine se puede resumir en la siguiente
escena: un ejecutivo camina por una calle elegantemente vestido con un traje de
rayas diplomáticas y sujetando un maletín de piel. Seguro de sí mismo, con la
vista al frente, no repara en una monda de plátano que está tirada en la acera.
La pisa, resbala y se da una brutal costalada. El 80% de los espectadores
estallará en convulsas carcajadas, el 15% se preocupará acerca de las
consecuencias de la caída (si el pobre hombre se ha desnucado o se ha roto la
cadera) y el 5% restante especulará sobre el empobrecimiento de la educación y
costumbres sociales que ha llevado a que alguien haya actuado con la falta de
civismo que supone abandonar una monda de plátano en el suelo. Le diré una
cosa… yo hago cine para el 80%, para el 5% ya lo hace Bergman, y seguro que
mucho mejor de lo que yo jamás sería capaz”.
Es tentador extrapolar esta
clasificación de los tipos de espectadores de cine a las personas en general,
suponiendo que una sala de proyección es una muestra representativa del mundo. Tendríamos
así un 80% de gente corriente, de duraderas convicciones y emotividad
espontánea, un 15% de individuos altruistas, preocupados por el bien común y
por el medio ambiente, y un 5% de personas reflexivas e hipercríticas. Creo que
pertenecer a uno u otro grupo no es algo que se elija de forma voluntaria, sino
que viene dado por la dotación genética y, en menor grado, por el ambiente
social y cultural en el que se desarrolla el individuo. Y nunca he pensado que
pertenecer a un grupo concreto sea, en sí mismo, una ventaja competitiva, moral
o intelectual. En todo caso, reconozco que ha habido ocasiones en las que he
llegado a creer que estar en ese 5% supone más un inconveniente que una
ventaja, que es muy posible que sus integrantes tengan dificultades para
hacerse entender por la mayoría, que puedan llegar a sentir cierta sensación de
aislamiento o, peor aún, serios problemas para intercambiar emotrones con los
demás. Los imagino desconcertados en el cine, incapaces de entender cómo ese
chiste le puede hacer gracia a la gente de alrededor, y quizás envidiosos de no
poder disfrutar de esa alegre espontaneidad. Las películas no se hacen para
ellos, ni tampoco las religiones o la política. Y tienen dos opciones, asumir
su rareza (algo que hacen los grandes artistas con cierta naturalidad), o bien actuar,
hacerse pasar por alguien del 80%, construir un personaje de uno mismo que lo
acerque a la mayoría. Esto es lo que ha hecho, por ejemplo, el eterno alcalde
de Vigo, doctor en Ciencias Económicas por la Universidad de Cambridge, máster
por la Universidad de Essex, catedrático y docente en diversas universidades
españolas europeas, que prefiere chapurrear un inglés macarrónico y comportarse
como un camarero, estibador o trabajador de Citroen, dependiendo del caso, que
como realmente es. Me pregunto si el verdadero Abel Caballero, culto y
exquisito hablante de la lengua de Shakespeare, podría conectar con su
electorado de la forma que lo ha hecho su alter ego. Seguramente no. Él
ha preferido, con buen criterio, hacer política para el 80%.
Me pregunto si los “cincoporcienteros”
tienen más complicado que el resto de sus congéneres llevar una vida
satisfactoria y libre de tormentos; seguro que los psicólogos ya han resuelto
esta cuestión hace tiempo, pero me da pereza hurgar en Google. Si tengo en
cuenta los prototipos de “cincoporcienteros” que me vienen a la cabeza (el
genio creativo que bien podrían representar Goya, Cervantes o Beethoven, o el
personaje principal de alguna de las novelas de Houllebecq, un occidental
hastiado, deprimido, alejado del placer de vivir y al borde del suicidio), me
inclino a pensar que sí y hasta me asusta la posibilidad de pertenecer a ese
grupo, pero saco una cerveza de la nevera, pongo El maquinista de la general
en la televisión y compruebo aliviado que soy capaz de partirme de risa con
escenas que me conozco de memoria. Y pienso que el buen sentido del humor es
universal, y que todo el mundo soltará unas cuantas carcajadas con La Vida
de Brian o El Gran Dictador, y que toda esta clasificación quizás no
sea más que una solemne tontería. ¿Qué cree usted?
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