La reaparición (cuento de fútbol).
Para mi hijo D, que lo tiene todo
menos unas rayas blancas en su camiseta.
Yo fui el rey. El mejor para mucha
gente, a la vez admirado y querido. Yo fui el héroe, el que marcó el gol
decisivo que dio la primera Champions al Atlético de Madrid. Fui quien cumplió
el sueño de muchos colchoneros que ya no confiaban en vivir lo suficiente para admirar
esa copa en las vitrinas del museo del Metropolitano. Pero es justo decir que no lo hice solo, era
parte de un magnífico plantel con el mejor arquero del mundo, Requena, un
porteño seguro y autoritario, y dos laterales, Rivero y Grimi, infatigables
velocistas que tanto bloqueaban un pase en el campo propio como aparecían por
sorpresa en el área ajena para ejecutar un centro letal. Y estaban Ledesma y
Caruzzo, dos sobrios centrales que no se dirigían la palabra fuera del estadio,
pero que durante el partido eran una pareja del batallón sagrado de Tebas. En
la posición del cinco solía jugar Nsame, un camerunés taciturno que nunca
dejaba de silbar entre dientes una tonadilla informe. Juro que sólo lo vi
sonreír una vez, y no fue cuando ganamos la copa, sobrellevó con una mueca
impasible el caótico jolgorio de gritos, bailes y botellas de champán que
volaban después de la famosa final. En el centro del campo recuperaban el balón
y lo distribuían con criterio una pareja de internacionales españoles, Ríos y
Azbitarte, dos grandes amigos con los que me corrí juergas que no desfallecían
con la primera luz del día. Cerraba el rombo el fornido Langer, un alemán rubio
y alegre, un bromista de carcajada espontánea y contagiosa que nunca parecía
tomarse nada en serio. Arriba jugaba Gojak, el delantero centro de la selección
croata, un tipo trabajador, honesto y muy eficaz. Era tal como jugaba, sencillo,
práctico y directo. Yo me movía en el territorio del diez, con plena libertad
de acción, y ustedes pensarán que eso es un privilegio, que en cierto modo era
el chico mimado del equipo, aquél para quien trabajaban todos los demás, el
capataz de un grupo de recolectores, y quizás haya algo de razón en eso, pero
piensen con detenimiento si ustedes querrían esa independencia con la
responsabilidad que lleva inevitablemente aparejada. Yo no podía refugiarme en el estricto
cumplimiento de las órdenes del entrenador como los demás, para mí no había
instrucciones concretas, pero sí la obligación implícita de ser decisivo, de
imaginar el último pase entre de las líneas rivales y hacerlo con precisión
milimétrica, de aparecer en el lugar oportuno y en el momento justo para llevar
el balón a la red, y también el exigente compromiso de ser un líder, de no
mostrar dudas nunca, de empujar a los demás en las situaciones adversas. Mucha
gente sueña con ser el diez, pero ¿cuántos quieren realmente serlo? Miren a su
alrededor y verán que la mayoría están satisfechos obedeciendo los mandatos de
su jefe en el trabajo, aunque de cuando en cuando se permitan algún desahogo
con los compañeros a la hora del café. Seguir las reglas es sencillo, actuar
fuera de lo previsto, crear, innovar, es agotador. Y a mí me agotó.
A veces paso un buen rato ojeando la
foto del equipo que posó antes de la final de la Champions, el típico póster
del As o el Marca. Veo a Langer con cara de estar escuchando un chiste, como un
niño al que le han susurrado algo gracioso en misa y se esfuerza por contener unas
carcajadas que resultarían obscenas en un momento tan solemne. Una cabeza por
encima del resto, destaca la expresión altiva de Requena, un hombre realmente
guapo, de belleza latina y morena (las mujeres se agolpaban a su paso y el
Azibarte y Ríos siempre decían que había que pegarse a él, que algo siempre
sobra en la mesa del rico), diciéndose a sí mismo que no va a blandear en un
momento decisivo como éste. Me detengo en el rostro inexpresivo de Nsame, con
los labios algo fruncidos en su eterno silbidillo y los ojos fijos en algo que
está más allá del encuadre, algo que nadie salvo él es capaz de ver y menos aún
descifrar, quizás una infancia atroz, hecha del tipo de espantosos sucesos que
dejan marca para siempre, o puede que sea lo contrario, que esté absorto en los
recuerdos de un pasado feliz, transcurrido en un entorno afectuoso y
paradisíaco, quién sabe, nunca dijo ni pio. Y miro divertido el gesto de los
centrales, que parecen lo que tienen que parecer, dos funcionarios de prisiones
que han sido obligados a trabajar en un día festivo, dispuestos a usar la porra
sin contemplaciones, o más bien, deseando que alguien les dé el menor motivo
para usarla (“venga, alégrame el día”). Y después analizo mi pose, con las
manos a la espalda y la mirada al cielo, un seminarista en el coro de una
iglesia implorando la iluminación divina, o un seminarista ya en plena posesión
de la gracia dispuesto a festejarla con un cántico de agradecimiento. Y bien
pensado, yo tenía esa suerte de iluminación que podría llamar “resplandor” si
no tuviese una connotación cinematográfica tan obvia, y que es algo tan simple
y tan complicado como jugar sin pensar, sentir lo que ocurre en el partido sin
que medie la razón (que es una camisa de fuerza para el futbolista, quizás
también para la vida), dejarse llevar por el instinto, hacer sin planificar.
Les aseguro que yo no vi el famoso gol que nos dio la copa de Europa. Bueno,
claro, lo vi después en infinitas repeticiones, pero en el campo me limité a
situarme en ese lugar, de alguna forma sabía con certeza que el centro de
Rivero saldría despejado por un defensa rival y que la pelota acabaría justo
allí, a unos 3 metros del borde del área, y cuando cayó del cielo yo ya la
estaba esperando para meter el empeine sin dejarla tocar la hierba y dibujar
una parábola de geometría imposible. Quizás les extrañe, pero les juro que no
vi nada, aunque sentí con toda certeza que iba a ser gol. Cuando recuperé la
consciencia de mis actos, el balón estaba dentro de la portería y mis
compañeros corrían enloquecidos hacia mí.
Tratar de explicar el fútbol con razonamientos
es una ridícula pérdida de tiempo, por mucho que miles de supuestos expertos
vivan de desmenuzarlo en teorías mejor o peor armadas que jamás se acercan a la
realidad, pero que sirven para entretener a los ávidos aficionados. El fútbol
se mueve en el territorio de las emociones y de los impulsos, algo mucho más
primario e inaccesible al análisis ordenado. Es emocionante porque es
imprevisible. Pero las personas toleran mal la incertidumbre y siempre estarán
dispuestas a aceptar cualquier explicación que simule poner un poco de orden en
la vida, aunque en realidad no haya ni orden ni explicación. Somos una fugaz
consecuencia del azar. Así, las dos temporadas previas a la consecución de la
Champions habían sido más bien discretas para nuestro equipo y, sin embargo,
con mínimos cambios en la plantilla, en apenas un par de meses, las piezas del
rompecabezas encajaron formando un todo coherente. El entrenador, un holandés
sabio y bonachón, tuvo el mérito -grande, sería un error minusvalorarlo- de no
entorpecer nada de lo que ocurría, fuese lo que fuese, con ideas preconcebidas
y trazos ininteligibles en la pizarra del vestuario. Se dio cuenta de que algo
especial estaba sucediendo entre un grupo de personas dispares, una suerte de
inexplicable armonía que se trasladaba al césped, haciendo que cada jugador
fuese capaz de interpretar correctamente lo que se esperaba de él en cada
momento del partido. Pero la magia no dura, lo perfecto -si es posible- resiste
apenas un instante y, al final, la realidad (o quizás la puñetera entropía) se
acaba imponiendo. Después de la consecución de la Champions tuvimos un par de campañas
decentes, ganamos una Liga y un par de títulos menores, pero la vulgaridad prevaleció
y los jugadores de ese equipo irrepetible se fueron dispersando por diferentes países
de Europa. También a mí se me acabó la iluminación, o el resplandor, o como
quiera que se le llame a eso. Ya no jugaba con intuición, ahora pensaba lo que
tenía que hacer, dónde dirigir un pase o cómo rematar a portería, y eso -puedo
garantizarlo- es la muerte de un futbolista. Ese lapso de tiempo, mucho menor
que un segundo, lo que se tarda en tomar una decisión meditada, es suficiente
para llegar tarde al balón o para que se adelante un defensa y bloquee el pase
o el disparo. No sé por qué ocurrió, pero no tuvo nada que ver con la forma
física, estaba hecho un toro, mejor que nunca, me cuidaba más de lo que jamás
había hecho. Era un bloqueo mental, o mejor dicho, una primacía de lo racional
sobre lo instintivo, la jodida manía de anticiparlo todo, el mismo problema que
en la vida mundana nos acaba entregando a las pastillas. Y no es que me hubiera
convertido en un mal jugador, todavía era bueno, pero cualquiera se podía dar
cuenta de que ya no era el mismo, ya no era “especial”, era incapaz de marcar
las diferencias.
Lo intenté todo. El yoga, la
psicología, las copas con los amigos, el sexo y las drogas. Nada funcionó. Y si
no me desmoroné por completo fue gracias a Ana, conocerla me salvó el pellejo,
no hizo de mí el jugador que había sido, pero al menos evitó que me hundiese en
el fango. Salvó a la persona, el futbolista nunca se recuperó. Sólo cabía
esperar dos posibles finales, o el tránsito descendente de equipo en equipo con
un bien pagado último destino en Estados Unidos o en un país árabe, o el que
realmente ocurrió, una lesión grave, un choque por jugar con lentitud, por no
esquivar a tiempo, un destrozo en la rodilla que me llevó a un via crucis de
traumatólogos, intervenciones quirúrgicas y fisioterapeutas que se prolongó por
más de dos años. Pero tenía a Ana y ya no me importaba volver a ser el rey, con
ella era feliz y podía imaginar una vida plácida y productiva, dedicado a
cualquier otra cosa, comentarista, padre, hermano, amigo… Me hice a la idea de
no volver a jugar al fútbol, pero ella me insistió en no rendirme, me empujó a
hacer todo lo posible para volver a calzarme las botas y salir al campo, aunque
sólo fuera una vez, para no llevar ese lastre el resto de mi vida, para que
nadie (y en especial yo mismo) pudiera reprocharme que había capitulado.
Así que llegó un día en el que volví
a verme en el vestuario con el uniforme del equipo, con el ruido de fondo de
los hinchas, los compañeros animándome y palmeando amistosamente mi espalda,
con un equipo rival y un balón rodando por el césped. Hubiera bastado con esto,
con salir al campo y aspirar el olor de la hierba recién cortada, escuchar los
cánticos de los aficionados y ver a Ana sonriéndome desde las gradas, la
batalla estaba ganada. Pero fue mejor que eso, mucho mejor. Lo sentí al patear
la pelota por primera vez. La solté al primer toque, sin pensar, dirigida con
exactitud al compañero desmarcado. Y corrí despreocupado por el terreno de
juego, ocupando los espacios precisos en el momento adecuado sin ser siquiera
consciente de que había vuelto, de que por fin estaba otra vez conmigo, la
iluminación, la inspiración, la patada en el culo del superyo que lo hace todo
natural y sencillo. Puede que fuese por la falta de presión, por las bajas
expectativas, o porque había pasado mucho tiempo inactivo y se había quebrado
el resorte que me atenazaba. O porque me encontraba en paz, emocionalmente
estable, no sé, no importa, el caso es que disfruté jugando al fútbol años
después de la última vez. Ni recuerdo el resultado del partido, eso es lo de
menos, pero sí los saludos de los jugadores rivales, los abrazos y las
felicitaciones de mis compañeros, especialmente una.
-Ha sido fantástico. Es un privilegio
haber jugado contigo después de haber estado inactivo tanto tiempo…
-Gracias a vosotros. He disfrutado
como nunca y me he sentido muy cómodo, mucho más que en la más optimista de las
expectativas.
-No, por Dios. Somos nosotros quienes
tenemos que agradecer que alguien que ha sido el mejor se haya prestado en
venir a jugar un partido de solteros contra casados.
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