Crónicas del coronavirus (2).


Repaso mentalmente todos los pasos, un solo fallo puede tener graves consecuencias. La bata, después las gafas, el gorro y por último los guantes. A mi lado hay una enfermera para comprobar que no me equivoco (nunca serán lo suficientemente valoradas). Repaso con ella todo lo que tengo que hacer en la habitación, si me olvido de algo habrá que entrar de nuevo y eso supone una exposición innecesaria. Entro. Allí está M, una mujer de edad. Se contagió en un viaje del IMSERSO con su marido. Está nerviosa y es lógico. Aislada de todos los suyos, consciente de tener una enfermedad que causa pánico. Me presento y la tranquilizo. Le digo que en pocos días estará curada y de vuelta con su familia, que no está grave (con un simple vistazo veo que su frecuencia respiratoria es normal, que no utiliza musculatura respiratoria accesoria). Le pregunto sobre su vida, dónde nació, dónde vivió, cuando se casó. Solloza, me cuenta que lleva más de 50 años casada y le digo que si ha sido capaz de poder con eso un simple virus no la va a doblar. Charlamos un rato sobre su familia y lo que para ella ha sido su vida hasta este momento. Después repasamos sus síntomas. La examino, le explico cómo debe colocarse adecuadamente el oxímetro en un dedo y qué tratamiento le daremos para curarla. Me despido y aviso a la enfermera para que, desde fuera, supervise de nuevo cómo debo de quitarme el equipo de protección, ahora contaminado. Primero la bata, después los guantes, formando un gurruño que se debe dejar en un cubo especial. El gorro, las gafas, que deben ir en un recipiente aparte porque quizás deban ser reutilizadas más adelante. Entre cada paso, 30 segundos de lavado de manos con solución hidroalcohólica. Abro la puerta, y ya fuera de la habitación, nuevo lavado de manos y, por último, la mascarilla y otro lavado de manos. La enfermera asiente, no lo hice mal.
Ya en mi despacho, en un rato de tranquilidad, pienso en lo subjetivo del paso del tiempo. Lo que ocurrió hace una semana parece haber sucedido hace años. La vida anterior, los viajes, las charlas, los hoteles y los restaurantes quedan muy atrás. Y sin embargo me encuentro bien. Me pregunto si debería sentirme culpable por ello, pero sé con certeza por qué me siento bien. Sé que es porque estoy en el sitio en el que tengo que estar, haciendo lo que tengo que hacer. Y me viene a la memoria una novela de J. G. Ballard, “Rascacielos”. Es una distopía futurista escrita en los años 70 que se centra en la vida de un edificio autosuficiente, diseñado para que los inquilinos lo tengan todo al alcance de la mano: supermercado, restaurantes, gimnasio, guarderías… Lo habitan londinenses de la alta burguesía: catedráticos, productores de cine, médicos, empresarios… todo pensado para complementar una vida idílica, privilegiada. Y así parece al principio, pero pronto empieza a haber desavenencias, después rencillas entre vecinos. Alguien no saca la basura, otro arroja restos de comida por el balcón… las conductas pierden poco a poco todo el arraigo social y toda motivación moral, hasta que los vecinos del rascacielos se convierten en seres primarios, cuyo único fin es asaltar un apartamento y llevarse la comida, o una mujer que, además, no siente remordimiento alguno por abandonar a su pareja, más débil que el nuevo compañero. Hay asesinatos sin culpa, expediciones de asalto entre los diferentes pisos, una vida animal entre montones de basura y suciedad, sin apenas nada que llevarse a la boca. El argumento no es especialmente original (el del “Ángel exterminador” de Buñuel es muy parecido), pero hay algo que me llama la atención: la puerta del rascacielos está siempre abierta, cualquiera podría cruzarla y salir a la calle, abandonar la guerra que se está librando en el edificio y respirar aire puro, pero nadie lo hace. Todos prefieren quedarse y dejar atrás sus trabajos y la existencia anterior. Y creo que, aunque pueda parecer absurdo, tiene sentido porque significa vivir al día, simplemente sobrevivir, sin anticipar disputas laborales, pagos de hipotecas, problemas conyugales… todo lo que lleva a los occidentales a las pastillas de la mesita de noche. Y me pregunto si una emoción parecida es la que hace que me sienta bien. Todo queda en suspenso y todo está apartado por el virus, ahora la vida transcurre en presente simple. 

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