Crónicas del coronavirus (5).


Mientras el número de casos y de muertos sigue aumentando, leo en los periódicos (y me lo confirma algún compañero del hospital de Vigo) que han destituido a la jefa de servicio de Cirugía Plástica del hospital Álvaro Cunqueiro por publicar en las redes sociales un mensaje en el que se quejaba de que el equipo directivo le hubiese prohibido el uso de mascarillas quirúrgicas durante la atención de sus pacientes. Pienso que la destitución es justa, y lo es por dos motivos. El primero es que, en una situación de escasez de material de protección, la dirección del hospital debe canalizarlo hacia las actividades clínicas en las que el contagio es más probable, la primera línea de atención de los pacientes, y es evidente que la Cirugía Plástica no está en esa situación. La segunda razón es que cuando se discuten las órdenes de los que están al mando, se debe hacer de puertas a dentro, porque de lo contrario se genera desconfianza en la población general y, lo que es peor, en el personal sanitario. Debe haber directrices claras y únicas para todos y, dado que lo ideal no es posible, que todos los trabajadores estén protegidos durante la jornada laboral (virtualmente cualquier paciente, incluso si no tiene síntomas respiratorios, o cualquier acompañante, puede transmitir el virus en el momento actual), es necesario optimizar recursos.
Entre estudio y estudio científico sobre el coronavirus (muchos de ellos contradictorios, la mayoría de baja calidad científica), fuente a la que acudimos los médicos sedientos de un remedio milagroso que nos ayude a sacar adelante a los pacientes, leo con interés un artículo de uno de los filósofos de moda, el alemán-surcoreano Byung-Chul Han, en el que expone una interesante reflexión acerca de las diferencias sociales entre las naciones asiáticas y las europeas, y sus implicaciones a la hora de enfrentarse a un reto como el actual: https://elpais.com/ideas/2020-03-21/la-emergencia-viral-y-el-mundo-de-manana-byung-chul-han-el-filosofo-surcoreano-que-piensa-desde-berlin.html. Una de las ideas que esboza es la de “la necesidad de un enemigo común”, un hueco que ha venido a rellenar el coronavirus después de la caída del comunismo y de la cercana derrota del terrorismo islámico. Y pienso que quizás las sociedades funcionen como el sistema inmune humano. Según la “teoría de la higiene”, los niños que evitan el contacto con bacterias, animales y parásitos tendrán más riesgo de desarrollar enfermedades autoinmunes. Nuestras defensas necesitan un enemigo exterior o terminan dirigiéndose contra uno mismo, ojalá ocurra lo mismo en un nivel social y todas esas fuerzas autodestructivas que aquejan las sociedades occidentales (populismos, nacionalismos, fanatismos totalitarios o religiosos…) desaparezcan en un intento común de revertir el drama actual. Ni yo mismo me creo lo que estoy escribiendo.
El otro día en el hospital tuve que atender a un paciente que sufrió un ataque de pánico o de claustrofobia, se quitó el pijama, se vistió y, sin atender a razones del personal de enfermería, abandonó la habitación de aislamiento y enfiló el pasillo de salida. No tuve más remedio que agarrarlo, sin tiempo para estar debidamente protegido, y hablar con él para que reconsiderase su decisión de abandonar el hospital. Después de un forcejeo que desgarró la frágil bata de papel que nos protege del virus, conseguí que volviese a la habitación y aceptase recibir un sedante. Es una reacción completamente comprensible, el miedo de una persona enferma de algo que aparece retratado como sinónimo de muerte en los medios de comunicación, sola entre cuatro paredes sin saber si volverá a ver a sus seres queridos. Unas horas después, aparecieron las imágenes típicas de neumonía por coronavirus en la radiografía de tórax y el paciente hubo de ser trasladado a la UCI y conectado a ventilación mecánica. Al cabo de dos días, yo daba positivo en la PCR y me tenía que retirar a la retaguardia para vivir la epidemia desde un doble punto de vista, el del médico y el del paciente.

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