Crónicas del coronavirus (13)


Han pasado poco más de doce meses desde el inicio de la pandemia y las esperanzas de los seres humanos se han desvanecido, el coronavirus ha demostrado una gran capacidad para adaptarse al medio ambiente y para mutar en respuesta a lo que se llama “presión inmune”, la resistencia que encuentra un virus para transmitirse en un escenario en el que un gran porcentaje de potenciales huéspedes ya ha desarrollado una defensa específica. En su última versión es un virus neurotropo y no mortal aunque, paradójicamente, ha transformado las sociedades de forma más radical y profunda que sus cercanos y más letales antecesores. La afinidad de esta variante por el locus coeruleus cerebral y el subsiguiente aumento de la liberación de dopamina en sus neuronas aferentes (que se autoperpetúa) ha dado lugar a un desenlace inesperado: la felicidad de los infectados. Su efecto podría compararse con el de un chute opiáceo de baja dosis y acción permanente, algo así como la droga perfecta, el soma del mundo feliz de Huxley. El contagio requiere un contacto estrecho persona a persona, el virus ya no se transmite por aerosoles y esto, en cierto modo, ha propiciado que cualquiera pueda elegir si infectarse o no. La sociedad se ha polarizado nuevamente, ya no entre las extintas derechas e izquierdas, sino en el bando de los “felices” (infectados) y los “resistentes” (libres de la infección). Y de entre los “felices” han emergido diferentes sectas: la de los “indiferentes” y la de los “abrazadores” son las que más adeptos han ganado. Los “indiferentes” viven su placentero estado sin preocuparse de sus semejantes, mientras que los “abrazadores” hacen proselitismo activo y, ante el menor descuido de alguien, se aferran a él con fuerza hasta que una amplia sonrisa brota de los labios de la incauta víctima. Los “abrazadores” han desarrollado una especie de fanatismo religioso y creen fervientemente que el virus ha venido a cambiar a una humanidad desvalida que se precipitaba en el pozo de la depresión y el suicidio (es justo reconocer que esto último admite poca discusión). He visto con mis propios ojos a una dulce ancianita saltar a la chepa de un viandante desprevenido, agarrarse a su cuello como si estuviese montada en el toro mecánico de una discoteca de Benidorm y no soltarse hasta escuchar las primeras carcajadas. Para evitar estas desagradables sorpresas, los “resistentes” han agudizado su ingenio poniendo en marcha un variado repertorio de tretas. En una primera fase trataron de simular la condición de “felices” utilizando elaborados maquillajes o incluso haciéndose inyectar botox en las comisuras bucales, pero con escaso éxito. La inhalación de marihuana tuvo mejores resultados, pero el olor los delataba y su efecto era temporal. Además, los “felices” no tenían ningún reparo en ceñirse a todo el mundo con el que se topaban, en realidad no tenían nada que perder, en el peor de los casos se abrazaban a una persona afín y en el mejor convertían a un rebelde. Los “resistentes” contraatacaron diseñando trabajados equipos de protección individual y no dejándose ver nunca solos por la calle.
Así las cosas, la tendencia apuntaba a un progresivo crecimiento de los “felices” y a una paulatina extinción de los “resistentes”. Pero, al menos en principio, la diferente naturaleza de ambos bandos resultó en una organización social opuesta.  Mientras los “felices” podían prescindir de sus semejantes (eran individualistas y autocomplacientes), los “resistentes” necesitaban un ordenamiento colaborativo para sobrevivir. También en estos últimos surgieron facciones: los “cazadores” apostaron por la lucha armada y la eliminación de sus satisfechos rivales argumentando que era una cuestión de supervivencia y que los “felices” en poco se diferenciaban de los zombies y vampiros de las películas de serie B; los “científicos”, por el contrario, se esmeraban en encontrar un tratamiento efectivo contra la infección del coronavirus aunque el contexto de quiebra social y de aislamiento dificultaba enormemente su labor. Las acciones armadas de los “cazadores” obligaron a los “felices” a dejar a un lado su autonomía personal y establecer ciertas pautas de cooperación para defenderse y repeler los ataques de sus adversarios. Pero, con todo, el principal enemigo de los “resistentes” estaba en ellos mismos, en la íntima certeza de que bastaría con dejarse abrazar para abandonar para siempre una vida de supervivencia, dura, llena de instantes de incertidumbre, de noches de insomnio. Era el dilema de la pastilla azul o la pastilla roja de Matrix. Era el episodio de los lotófagos de la Odisea. Se conocían muchos casos de “resistentes” que se habían dejado abrazar por un “feliz” para después volver a su comunidad e infectar a sus compañeros. Estos “coronatopos”, como fueron llamados, causaban un particular temor en las filas rebeldes y obligaron a desarrollar test de diagnóstico rápido que se aplicaba a todo aquel que entraba o salía de la comuna. Por otra parte, muchas parejas y familias quedaron partidas por el virus, maridos “resistentes” apartados de esposas “felices”, hijos infectados lejos de padres intactos… ¿qué madre podría resistir el impulso de abrazar a su niño? Las comunas de los “resistentes” se adaptaron a la nueva realidad con la abolición de las normas sociales que habían regido hasta la fecha. Se vivía al día, se relajaban las costumbres sexuales, se eliminaban las diferencias de clase y estatus social para adoptar un modelo que recordaba al de los cazadores-recolectores. El alimento todavía no escaseaba, pero el cierre de muchas plantas de producción y de muchas granjas (en las que ahora habitaban “felices” que pasaban largas horas tumbados al sol con una beatífica sonrisa, sin ningún interés en producir más de lo que necesitaban para su subsistencia), amenazaba con poner en peligro la supervivencia de los rebeldes.
Con todo esto en mente, yo dudaba si no sería más sensato dejarse abrazar de una vez por todas y acabar con una forma de vida que parecía tener un corto futuro. Pensaba que quizás ellos podrían tener razón, que la naturaleza nos había puesto en bandeja el tan deseado sueño de una humanidad feliz, una especie de paraíso en la Tierra, libre de dolor y sufrimiento. ¿Es la libertad un valor tan necesario que deba pesar más que otros como seguridad o felicidad? ¿Es posible una verdadera felicidad sin libertad o deberíamos hablar más bien de simple bienestar? Hasta la fecha siempre ha prevalecido mi rebeldía, me resulta horrible pensar en que no tendría libertad de decisión, y aunque esa libertad de decisión sea algo ilusorio necesito vivir con esa ilusión. Creo que, para ser feliz, siempre habrá tiempo…

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