Igualdad o mérito.

 


He centrado toda mi vida, mis esfuerzos y mis ambiciones, en la meritocracia, una de mis más firmes convicciones. Quizás (es justo reconocerlo) porque me sentía cómodo con ella, me proporcionaba un horizonte de seguridad y la promesa de que siguiendo el camino trazado podría mejorar en todos mis aspectos personales. El mérito es el resultado del producto entre talento y esfuerzo y yo siempre pensé (con algunas dudas que todavía conservo) que disponía de ambos factores en mayor o menor medida (lo que se llama “creer en uno mismo”). La meritocracia es uno de los pilares en los que asienta el ethos de las sociedades occidentales y ha sido incorporado por la práctica totalidad del espectro político: “si quieres puedes” (es decir, dado que no puedes modificar el primer factor, refuerza el segundo). Este lema es muy útil para un contexto en el que la productividad lo es todo, pero la meritocracia genera desigualdad, se opone frontalmente al igualitarismo y lleva a la frustración, rencor y autoculpa a los que se quedan rezagados. El “todos somos iguales”, el concepto de tabula rasa, la idea de que unas condiciones sociales y educativas propicias e idénticas para todos harán de los seres humanos personas igualmente capacitadas, es simplemente absurda, a pesar de que ha gozado de una amplia aceptación social. Steven Pinker la refuta sin contemplaciones en uno de esos libros que es, en sí mismo, una enciclopedia (“La tabla rasa”). No existen, ni jamás las habrá, unas condiciones sociales y culturales idénticas para todos los recién nacidos. Y aunque las hubiese, no evitaría que algunos individuos se estancasen y otros progresasen, porque eso está escrito con cuatro letras desde el mismo momento de la concepción. La única posibilidad para el verdadero igualitarismo estaría en una sociedad similar al “Mundo feliz” de Huxley, resultado de la manipulación genética y de la extirpación de los neonatos del núcleo familiar. Por lo tanto, la desigualdad es un hecho natural, seguramente ventajoso desde el punto de vista evolutivo, y para reducirla hay que actuar artificialmente.

¿Es deseable que haya igualdad? Cualquiera puede aceptar que es injusto que muchas personas que nacen en situaciones socioculturales desfavorables tengan menos posibilidades de desarrollo que otras más favorecidas por el simple azar. Nadie discutirá que debería haber “igualdad de oportunidades” y que el Estado debe procurar que las condiciones de partida sean las mismas para todos. Aunque esto es también imposible, avanzar en ello es deseable. Pero sigue estando el DNA para marcar las diferencias, algo que tampoco, en realidad, se puede interpretar como un mérito. Ser guapo, listo o alto es también cuestión de suerte (o determinismo para quienes prefieran creer en ello). Sin embargo, debemos reconocer que los avances en la historia de la humanidad se han producido por la acción de algunas personas excelentes y que, desmotivar a éstas, no parece una solución inteligente. Si hay que enrasar, no es posible hacerlo cercenando a los que sobresalen. Al mismo tiempo, no será posible “empujar” hacia arriba a los que no están dotados para ello. Si admitimos que la desigualdad social (o al menos un alto grado de desigualdad) es indeseable en sí misma… ¿qué podemos hacer?

No podemos hacer otra cosa que modificar los “premios” que se obtienen a través de los méritos, básicamente dinero y reconocimiento social. Es posible, y de hecho se hace, quitarle dinero a los que más tienen para dárselo a los que poseen menos. Aquí la discusión se reduce a la cantidad. Más complicado es cambiar lo que está socialmente aceptado como “mérito”: un futbolista obtiene más laureles que una enfermera o una profesora, labores mucho más relevantes para el conjunto de la ciudadanía. Si realmente quisiésemos igualar, habría que actuar cada año colocando a todo el mundo en el mismo punto de partida, pero de nuevo uno avanzaría más que otro y Aquiles nunca llegaría alcanzar a la tortuga. Eso en el mejor de los casos, en el peor de ellos la desmotivada tortuga tomaría la decisión de quedarse en su sitio cómodamente.

Tampoco es cierto que las sociedades occidentales sean plenamente meritocráticas, al menos la española no lo es, como demuestra sin género de dudas la composición de la clase política que nos gobierna. Simón es un gran ejemplo de ello: un médico que no hace el MIR, que no tiene doctorado y que se especializa no sabemos cómo, se casa con la hija de un prócer del PP y termina colocado en un puesto que presumiblemente no iba a tener excesiva trascendencia: el centro de alertas y emergencias sanitarias. El resto ya lo saben, “no vio venir” la peor plaga de los últimos 100 años cuando la tenía enfrente de las narices. Lo gracioso del caso es que el PSOE, el partido que “heredó” a Simón, lo defiende a capa y espada, seguramente para protegerse a sí mismo. Ironías de la vida. (Perdonen mi insistencia en FS, pero es que me recuerda al personaje de Peter Sellers en “Bienvenido Mr Chance”).

En definitiva, lo deseable sería una redefinición de la meritocracia y un cierto equilibrio con la igualdad, pero nadie sabe cómo se consigue eso. Mientras no aparezca una fórmula mágica, es preferible evitar los “experimentos igualitarios” pasados, que no hicieron más que demostrar que, a la hora de la verdad, ni siquiera los “igualitarios” fueron capaces de sentirse “iguales” a los demás.

 


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