Un arma asesina de calibre SARS-Cov2.
Se lo puedo asegurar, la mayoría de
las veces la atención a los pacientes es tan rutinaria como un matrimonio de 20
años. Entras a la habitación de un enfermo sabiendo de sobra lo que tiene y el interrogatorio
y la exploración son tan reales como el orgasmo de una puta. Así que, por pura
supervivencia, me entretengo haciendo preguntas sobre la vida y milagros de los
atemorizados seres que padecen en las camas del hospital. Eso los tranquiliza.
Y a mí también. Pero esa mañana no, en algún momento la botella de whisky de la
noche anterior se había transformado en un berbiquí que me horadaba el cerebro.
J.P.M. es un varón de 64 años que
lleva en su rostro todas las marcas de una vida de excesos. Alguien dijo que a
partir de los 40 años todo el mundo es responsable de su cara. Ahora la cara de
ese alguien está tallada en un monte de Dakota y la mía me demuestra cada
mañana que tenía razón. Sé lo que tiene el paciente, una neumonía por coronavirus. Le
pregunto cómo pudo contagiarse.
-Pues verá doctor, fue mi mujer la
que me contagió.
-Ah, vaya…¿Llevan muchos años
casados?
-Treinta y dos exactamente.
-Todo un récord hoy en día. ¿Tienen
hijos?
-No, no hemos tenido descendencia.
-Bueno…mírelo como una ventaja… muchas
mujeres deciden cerrar las piernas cuando el marido ya ha cumplido su misión
reproductiva…
-Doctor, en mi caso no hizo falta
tener hijos para eso…
Pensé que no era una buena idea
insistir en ese tema, así que le tomé las constantes, lo ausculté y, a pesar de
que la situación era grave, le afirmé que se curaría con seguridad, que no se
preocupase, que estaba en buenas manos. Mi voz aguardentosa no contribuyó a dar
credibilidad al discurso.
-Si usted lo dice.
La verdad es que los resultados de
las últimas publicaciones sobre los medicamentos que se usan en neumonía por
coronavirus no invitaban al optimismo. Pobre diablo.
Unas horas más tarde recibo la llamada de una compañera.
-L, ¿llevas tú a J.P.M?
-Sí.
-¿Qué tal está? ¿Crees que saldrá?
-Tiene tantas posibilidades como que
el VAR anule un penalty a favor del Madrid. Está grave, tiene neumonía
bilateral e insuficiencia respiratoria, en los próximos dos días veremos si
responde al tratamiento. Ese hombre es obeso, hipertenso, diabético, con
aterosclerosis…no parece que tenga especial ilusión por llegar a pensionista vacacional en
un hotel de Benidorm…
-Ah! Vale! Es que es marido de una
conocida mía…
-OK, ¿y sabes cómo se contagiaron?
-Sí, ella se fue a Madrid a cuidar a
una sobrina contagiada y al volver le pasó el virus al marido.
Eso me pareció extraño. Es raro
desplazarse a Madrid en estas fechas en las que no viaja ni Frank Cuesta,
saltarse el “semiconfinamiento” para cuidar a alguien que no es carne directa
de tu carne. Y más raro todavía, no guardar medidas de precaución a la
vuelta… El asunto apestaba tanto como el aliento que me devolvía la mascarilla
quirúrgica. No me costó imaginarla saludando al marido con el “beso de la
muerte” que hizo famoso Michael Corleone.
-Dime, A. ¿Y esa mujer cómo es? ¿Es
joven? ¿Sana?
-Bueno, no sé exactamente la edad que
tiene, pero yo diría que sobre unos 50 años…y no me consta que tenga ninguna
enfermedad…se conserva muy bien.
-Ya. Y no me digas más, su marido
tiene pasta…
-Pues sí, es de una de las familias
más ricas de la ciudad, tienen una empresa de…no me acuerdo muy bien. ¿Por qué
tienes tanta curiosidad?
-Por nada, por nada…
Marido rico y enfermo, mujer sana y mucho
más joven…la misma ecuación de siempre. No
pude aguantar la curiosidad y cité a la esposa en mi despacho para informarla
personalmente.
Entra sin pedir permiso. Rubia de
bote, cuerpo proyectado por el monitor de algún gimnasio de lujo, falda corta
modelo epitelial, medias de seda y botas por encima de las rodillas. La
mascarilla, negra, por supuesto a juego. Esa mujer es más responsable del
deshielo polar que las emisiones de carbono. Se sienta frente a mí con aspecto
desafiante.
-Doctor, ¿me podría informar del
estado de mi marido?
-Señora, su marido está grave.
Ella no parece impresionada. Cruza
las piernas con un gesto que, por alguna razón, me recuerda a otra rubia…Sharon
Stone. Por pudorosa precaución me abotono la bata.
-Pobrecito. No tengo duda de que
harán todo lo posible por sacarlo adelante.
Nuestras miradas se encuentran y se
sostienen durante un minuto…más largo que el minuto 93 de la final de Lisboa
para un atlético. Resuelvo ir a por todas.
-Señora, usted lo sabe… y yo también
lo sé.
Ella no se inmuta. Pero el guiño de
una sonrisa destella en sus ojos.
-No sé de qué me habla.
-Lo sabe…pero ha cometido un error…no
había previsto que yo le tocase como médico. Señora, los pacientes son muy educados
conmigo, nunca cometen la desconsideración de morirse.
Ella emite un breve suspiro. Parsimoniosamente,
echa un vistazo alrededor, se detiene en los folios desperdigados que llenan mi
mesa, reposa con ironía sobre los zuecos de guardia, juzga con una mueca de desaprobación
un pijama enrollado que asoma por la puerta entreabierta del armario…
-Doctor…nunca ha pensado que puede
haber una vida mejor?
La pregunta me coge desprevenido,
pero sólo un instante. La bata sucia que cuelga del perchero me habla con toda
claridad… y me dice que le pida el teléfono.
El pobre cornudo tenía razón. El matasanos y su mujer se entendían mejor que un concejal de urbanismo y un promotor de viviendas de lujo. Después de usar su juramento hipocrático para equilibrar las patas de la mesa se dedicaba a consolar a la viuda con el mejor argumento a su alcance. Que no parecía pequeño, aunque la perspectiva me impedía apreciarlo completamente. Lástima que no contaban conque el finado fuese aficionado a recorrer los peores tugurios, donde se encuentra a las personas más resolutivas. A eso me dedicaba yo, a resolver problemas. Y tan pronto como el ahora fiambre sospechó que su médico había perdido interés en su recuperación usó esa pequeña maravilla que son los móviles inteligentes para contratarme y hacer una transferencia a mi cuenta. Aproveché que el doctor estaba besando los labios a la viuda, con grave riesgo de que cerrase las piernas y le rompiese las gafas, para colarme en la habitación. Empuñé la 45 e hice un estropicio que la empleada de la limpieza tardaría en arreglar a la mañana siguiente, cuando los forenses acabasen su trabajo. Y no me disgustó del todo.
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