Cosas que hacer con un paciente cuando está muerto.
Como cada mañana al llegar al
hospital, eché un vistazo al listado de los pacientes ingresados en Neumología.
Entre ellos, me llamó la atención un hombre de 57 años con sospecha de cáncer
de pulmón. Descargué la radiografía de tórax y no pude evitar una desagradable
sensación, mezcla de congoja y compasión. Se veía con claridad una masa de gran
tamaño en el lóbulo superior derecho y pequeños nódulos en el pulmón
contralateral que hacían presagiar un diagnóstico y pronóstico aciagos. Supongo
que la primera reacción de un médico es ponerse en el lugar del paciente,
quizás de una forma un tanto egoísta (“pobre hombre, no me gustaría estar en su
lugar”). Esto sólo dura unos segundos, después dejamos a un lado a la persona y
nos sumergimos en el caso. Al entrar en la habitación me encontré a un hombre
alto, moreno, que bien aparentaba unos años menos que su edad real. Hola, buenos
días, Marcos. Buenos días, doctor. ¿Cómo se encuentra? Bien, hoy no eché nada
de sangre con el esputo, no me duele nada… ¿me podría decir qué es lo que
tengo? Por favor, con sinceridad. Sí, claro, sospechamos que tiene un cáncer de
pulmón. El paciente no mostró sorpresa y esbozó una media sonrisa. Supongo que
es el pago a mis pecados. No, hombre, nadie es culpable de las enfermedades que
sufre. Además, todavía no sabemos con exactitud lo que tiene, y cuando lo
sepamos podremos ofrecerle un tratamiento efectivo. El hombre se encogió de
hombros. ¿Le puedo preguntar una cosa, doctor? Claro. ¿El cáncer es la
enfermedad más grave de pulmón? Bueno, depende… Ya, ya sé que dependerá del
tipo, de la extensión… pero ¿en general podríamos decir que lo es? Sí, en
general lo es. De acuerdo. ¿Y me podría decir qué factores tienen en cuenta
para la adjudicación de habitaciones individuales en esta planta? La pregunta
me sorprendió. ¿Cómo? No entiendo. Quiero decir que parece lógico pensar que
los pacientes más graves deben estar en habitaciones individuales por estar
arriba en el ranking. Reaccioné como pude al asombro inicial. Mire, esto no
funciona así… se tienen en cuenta factores como la contagiosidad, agitación
psicomotriz, si el paciente se encuentra en situación terminal… Doctor, me
gustaría una habitación de acuerdo con la gravedad de mi enfermedad, que usted
mismo me ha dicho que es la de peor pronóstico. Pues mire, Marcos, de momento
no tiene usted un cáncer, sólo una sospecha de cáncer. El paciente reflexionó
un momento y después se encogió de hombros. Irrefutable, doctor, tiene usted
razón.
Pasaron los días y se hicieron las
pruebas pertinentes. Adenocarcinoma pulmonar estadio IV. Se lo comuniqué al
tiempo que le ofrecí información de las posibilidades de tratamiento. Marcos,
quiero transmitirle que hoy en día disponemos de inmunoterapias muy efectivas.
El paciente reflexionó unos momentos. Vale, pero ahora sí tengo derecho a una
individual ¿verdad?
Empezamos la medicación sin efectos
adversos indeseables. Le dije que no necesitaba más tiempo de ingreso y le
felicité por su entereza. Doctor, como decía Homero, los queridos de los dioses
mueren jóvenes. ¿Para qué llegar a anciano y vivir la pena y humillación de ir
perdiendo poco a poco todas las capacidades adquiridas? Nunca tuve especial
interés en cumplir muchos años. Además, no sé si se imagina la sensación de
poder y libertad que proporciona una condena a muerte. Protesté. Usted no tiene
por qué morirse, puede responder a la medicación… Doctor, no soy idiota, su
inmunoterapia puede prolongar mi vida, pero no me va a curar, es cuestión de
tiempo. ¿Y qué se puede hacer en ese tiempo? Pues no hay muchas opciones, o
seguir haciendo lo que se ha hecho hasta la fecha o hacer lo que no se ha
podido. Y, fíjese, casi todo el mundo opta por lo primero, pocos corren a
tirarse en paracaídas o viajan a un todoincluido caribeño… Pero hay una tercera
opción. Nadie toma represalias contra un moribundo, ¿verdad? El paciente se
acercó y, sin más, me dio una sonora bofetada. ¡Ay! ¿Está usted loco? No,
doctor, es una simple demostración. ¿Se da cuenta? Le he dado un buen cachete y
usted ni me lo va a devolver ni me va a denunciar. Se quedará con él. Creo que
es una buena oportunidad para divertirme un rato. Me acaricié la mejilla. Definitivamente,
no está usted bien de la cabeza. Se rio. Quién sabe, lo mismo es un efecto
secundario de la medicación… Me di media vuelta y me fui. El informe se lo
entregó una enfermera.
Las semanas siguientes pensé de vez
en cuando en Marcos y en su extraña conducta. Me sentí tentando de atribuirle
algunos hechos insólitos que aparecieron en la prensa local. La destrucción de
detectores de velocidad en las calles de la ciudad, la rotura del escaparate de
un banco, las pintadas en la fachada del edificio de hacienda, e incluso el audaz
robo de una de las copas de Europa del Real Madrid (concretamente la 11). Poco
a poco me fui olvidando del paciente hasta que la secretaria del servicio me
entregó una carta manuscrita. En ella no sólo me apremiaba a acudir a la fiesta
de su suicidio, sino que me exigía que le aplicase la eutanasia con un cóctel
de fármacos, argumentando su derecho legal y mi obligación de prestarle
asistencia como médico responsable. No me lo podía creer. Pensé en mandarlo al
cuerno, pero por alguna razón, me sentí comprometido, o quizás amenazado, por
ese hombre que me desconcertaba por completo.
Marcos me recibió con una sonrisa en
la fiesta de su eutanasia. Me presentó a su también sonriente mujer y a unos
hijos ya adultos. Todos muy amables y educados. El piso estaba lleno de un
animado grupo de familiares y amigos que comentaban anécdotas sobre Marcos
mientras daban buena cuenta del generoso catering que habían dispuesto los anfitriones.
Así me enteré de que mi paciente era un afamado arquitecto, que había jugado en
las categorías inferiores del Atlético de Madrid y que era un habilidoso jugador
de póker. Poco o poco la gente se fue marchando, despidiéndose de Marcos con un
fuerte abrazo, hasta que quedé yo solo. Bueno, doctor, ¿se ha divertido? No
supe que contestar a eso, así que le dije que estaba preparado para hacer mi
trabajo. Me miró dubitativo. Le voy a pedir un último favor…me apetece echar el
último polvo con mi mujer…seguro que usted es capaz de comprenderlo… es una
buena forma de despedirse. Así que, si no le importa, le voy a dejar aquí con una
copa y el mando a distancia. Está usted en su casa.
Como un idiota, me quedé frente al
televisor, luchando contra el sueño y contando las horas. A eso de las cuatro
de la mañana, mi paciente entró en el salón. Lo siento mucho, doctor, he
abusado de su confianza…y no sé cómo decirle esto…pero estando en la cama, con
mi mujer, he cambiado de idea y he decidido esperar unos días más antes de
ponerle fin a mi vida. Una vez más, confío en su comprensión. Esta vez no me sorprendió,
había tenido mucho tiempo para pensar. Marcos, después de muchos años de
ejercicio, creo conocer bastante bien la naturaleza humana. Ya había contado
con esto, así que no se preocupe. En mi maletín está el cóctel que había preparado
para su eutanasia, pero también la dosis de medicación que le tocaba para su
cáncer, así que le pondré ésta y esperaré pacientemente a que me vuelva a
llamar. Esta vez el asombrado fue él. Titubeó. ¿De verdad que no está molesto,
doctor? Ni mucho menos, Marcos, le entiendo perfectamente. Acérquese a que le
ponga su medicación. En cuanto extendió el brazo le aticé un buen chute del
Dormicum que tenía preparado. No sé si imaginé una expresión de reproche en su
rostro antes de que se quedase profundamente dormido, pero me dio igual. Le
cogí una vía y le inyecté una dosis letal de curarizante. No esperé, recogí mis
cosas y, al salir, pensé que el oficio de médico tiene muchas y a veces
insospechadas satisfacciones.
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