El pasajero/Stella Maris
Soy macartista desde que, hace ya
bastantes años, Harold Bloom me llevó a la lectura de Meridiano de sangre.
Puedo asegurar, sin posibilidad de error, que esa novela fue una de las que más
honda impresión causó en mí, a la altura de Moby Dick, La Isla del Tesoro, 1984,
El Señor de las moscas, Viaje al fin de la noche…y muchas otras que, cada
una en su momento, colgaron la camiseta en el techo de mi biblioteca. Como no
podría ser de otra manera, alguna de las novelas de este venerable anciano me
gustaron más que otras, pero nunca tuve la sensación de estar perdiendo el
tiempo frente a un texto suyo. No es mi objetivo disertar sobre Cormac
McCarthy, hay suficiente información en internet sobre este autor que se puede
encuadrar entre los personajes esquivos (Salinger, Pynchon) de la literatura norteamericana,
lo que trato de hacer es reflexionar sobre los motivos por los que su última
novela me ha conmovido profundamente.
La novela. Está dividida en dos partes. La
primera (El pasajero), se inicia con el hallazgo del cadáver de una protagonista,
Alice, pero esto es en realidad el desenlace anunciado de la segunda parte (Stella
Maris). El pasajero continúa con la historia de Bobby Western, el otro
protagonista y hermano de Alice, en su doloroso deambular hacia la culpa, soledad
y desesperanza. Los capítulos de esta primera parte están salpicados de los
diálogos que Alice mantiene con un personaje que es fruto de su mente enferma, El
Chico (clara reminiscencia de uno de los personajes de Meridiano de
sangre) y narran un incidente en el que se ve envuelto Bobby, que le obligará
a una desordenada huida que le llevará a lugares de su infancia o a parajes
desolados donde malvive sin más compañía que su tristeza y sin otro objeto que
su penitencia. La segunda parte, Stella Maris, no es estrictamente necesaria,
la novela podría haber visto la luz sin ella, y no tiene más finalidad que
complementar a la primera parte. Carece de entidad individual y sentido sin El
pasajero, y nos detalla los diálogos que mantiene Alice con su psiquiatra
en la institución mental en la que ingresa de forma voluntaria.
El leitmotiv.
Toda la narración, muy rica en matices,
es la justificación de algo que McCarthy parece tener muy claro: la
inteligencia (la extrema inteligencia, la excepcional, la que está más allá del
percentil 99) aboca a las personas a la desdicha y a la soledad. Bobby y Alice
son muy inteligentes, aunque quien es realmente singular es ella, única en toda
una generación humana. El padre de ambos, fallecido antes del momento en el que
transcurre la narración, fue un científico famoso y estuvo activamente
implicado en el proyecto Manhattan y en el desarrollo de armas nucleares. Su
madre, también fallecida, fue una mujer también inteligente, en algún momento
se nos dice que lograba las mejores calificaciones de su clase, pero que no
pudo hacer una carrera universitaria.
¿Y por qué la inteligencia es una
traba insalvable para tener una vida satisfactoria? El autor nos presenta, a lo
largo del relato, una galería de personajes inteligentes (los protagonistas, el
amigo de Bobby, John Sheddan, el detective Kline, el psiquiatra que atiende a
Alice…) que no parecen disfrutar de una vida plácida ni agradable. En una de
las charlas de Alice con su psiquiatra, McCarthy nos dice que la inteligencia lingüística,
discursiva… tiene un límite y que sólo el verdadero conocimiento de los
números, de la matemática abstracta, te califica como verdaderamente inteligente.
De esta forma, las matemáticas, la ciencia (y específicamente la física
cuántica) ocupan mucho espacio en los diálogos de los personajes, y es
admirable la erudición de una persona de 89 años en el abordaje de estos temas,
arduos para la mayoría de nosotros, aunque no es de extrañar si se tiene en
cuenta que forma parte muy activa del Instituto de Santa Fe, una especie de
Silicon Valley del pensamiento y la inteligencia, a donde llegó a través de su
amistad con el premio Nobel de física Gell-Mann. La verdadera inteligencia, según
el autor, dificulta la relación con las “personas corrientes” y enfrenta a su
poseedor con los verdaderos problemas filosóficos, que son irresolubles por
naturaleza (la mención a Gödel es recurrente en la segunda parte del relato).
En consecuencia, el resultado final es la soledad, la frustración y la pérdida
de un objetivo vital viable. Y el suicidio es una salida casi inevitable.
La trama.
La trama, el argumento, no es algo
que haya preocupado en exceso a McCarthy a lo largo de su carrera literaria. Esta
novela carece de una trama como tal, y la historia que se narra al principio,
el incidente en el que Bobby, buzo de profundidad, participa en el rescate de
un avión hundido y se da cuenta de que “algo falta” en la escena (uno de los
pasajeros, un indicador de navegación), no es más que un macguffin. Lo relevante
es que, a partir de ahí, será perseguido (no se explica claramente el porqué ni
por quiénes) de una forma que recuerda al Proceso de Kafka. Bobby no hace
un gran esfuerzo (más allá de contactar con un detective) por saber qué es lo
que ocurre en realidad, y sólo se afana en huir. ¿Por qué huye? Porque en
realidad se sabe culpable, culpable de la muerte de su hermana y también de
haber dejado que su padre, enfermo, falleciese en soledad en un lugar desconocido
de México (busca su tumba desesperadamente, pero no la encuentra).
Los personajes.
Los hermanos protagonistas se aman.
Es un amor romántico, pero Alice sueña con consumarlo, y se lo dice
explícitamente a su hermano. Las conversaciones con su psiquiatra revelan que
fue rechazada, pero esto no es algo que se aclare de forma definitiva. Se nos
dice que Bobby se siente muy atraído por su hermana (ambos son atractivos, aunque
ella es de una hermosura casi irreal), pero considera esa relación como algo
reprobable, monstruoso. Ella sí sueña con una escapada a cualquier lugar lejano,
casarse con él e incluso tener hijos. Podríamos pensar que ambos se aferran a
ese amor como si fuese un aro salvavidas, la única posibilidad de compartir la
vida con alguien que está a la misma altura, de tener verdadera complicidad.
Pero el autor se esfuerza en hacemos entender que es un amor real y que sólo
los convencionalismos sociales lo impiden.
Alice, desengañada del amor, de la
música y de las matemáticas, opta por el suicidio. Es sobrecogedora la
conversación que tiene al respecto con el psiquiatra que la entrevista en
Stella Maris, desgranando los inconvenientes que podría tener la muerte por
ahogamiento que ha planeado con esmero. Se hace ingresar en diferentes
ocasiones en la institución mental, el libro recoge la última de ellas. ¿Por
qué acude voluntariamente a ese lugar? No porque quiera salvarse, ella ya ha
decidido el final. Alice lo justifica diciendo que no tiene otro lugar donde ir
(aunque no es rigurosamente cierto, tiene una abuela que la cuidó de pequeña y que
vive en un caserón con un tío completamente chiflado), pero parece que le gusta interactuar
con los enfermos psiquiátricos, al fin y al cabo la institución mental es un
sitio donde se trata de separar lo real de lo imaginario, la labor inacabada de
su vida.
Por el contrario, Bobby decide no suicidarse. A pesar de su intensa pena y sentido de culpa, desestima esa opción.
Escoge seguir viviendo, aunque se dedica a actividades que entrañan un riesgo
vital (buceo, piloto de carreras). Alice nos dice que su hermano eligió el
buceo por el miedo que le infunden las profundidades, y cabe pensar que prefiere
ese miedo concreto, físico, que otros más aterradores para él. No sabemos por
qué, una vez muerta su hermana, Bobby huye y termina escondido en un molino de
Formentera en vez de acabar con todo. No es la esperanza lo que le mantiene vivo,
así que es razonable pensar que se obliga a sí mismo a expiar las culpas que lo
consumen (no haber accedido a la petición de su hermana, lo que la habría
mantenido con vida, ni haber ayudado a su padre cuando él lo necesitaba), tal y
como expone pública e impúdicamente su amigo, el fuera de la ley Long John Sheddan.
Es de reseñar que los hermanos tienen ascendencia
judía, algo que dista de ser un hecho banal cuando hablamos de inteligencia
para la física y las matemáticas. Creo que es innecesario mencionar la larga nómina
de científicos y matemáticos eminentes que ha dado esa raza.
Los diálogos.
Sin duda lo que más aprecio de los
libros de McCarthy. Son ingeniosos, profundos y punzantes, no sobra ni falta
una sola palabra.
-Sheddan: “Lo que el escudero (Bobby)
no ha comprendido todavía es que el perdón tiene un marco temporal. Por el
contrario, nunca es demasiado tarde para la venganza”.
Otro diálogo (Oiler, compañero de
buceo y un veterano de la guerra de Vietnam):
-Bobby: ¿Qué es lo que más lamentas,
puedo preguntártelo?
-Oiler: Lo que lamento.
Sí.
Todo.
Pero di algo concreto.
Está bien. Los elefantes.
¿Los elefantes?
Los putos elefantes, sí.
No te entiendo.
Cuando despegábamos de Quang Nam veíamos
unos elefantes en el claro y los machos se erguían sobre las patas traseras y
levantaban la trompa como desafiándonos. Imagínate. Hay que tenerlos muy bien
puestos. Ellos no sabían qué éramos nosotros. Pero cuidaban de la parienta,
¿entiendes? De los críos. Y nosotros en aquel helicóptero de combate armado con
cohetes de 2,75. No podías tirar desde muy cerca porque el cohete necesita
recorrer una determinada distancia para armarse. Me refiero a la cabeza
explosiva. Y tampoco es que fueran muy precisos. A veces los alerones no se
abrían bien y volaban a lo loco como globos de feria. Podían ir hacia cualquier
parte. O sea que pensamos: Bueno, al carajo. Tienen una oportunidad. Pero nunca
erramos el tiro. Y el cohete los reventaba sin más. No veas cómo explotaban.
Eso es en lo que pienso, tío. Los elefantes no nos habían hecho nada. ¿Y a
quién se iban a quejar? Pues eso es en lo que pienso. Es lo que lamento. ¿Te
vale?
Bobby y Sheddan en un restaurante:
Western tapó su copa con la mano. El
otro sonrió. No me tomas en serio. Pero con tu permiso voy a seguir cotorreando
un poco más. Quizá eres un acaparador de desdichas. A la espera de un alza en
el mercado.
Yo no soy desdichado, John.
Bueno, pero algo serás. ¿Qué? ¿Un
caso clínico de remordimiento? Eso es un clásico. El fundamento de la tragedia.
El alma de esta. Mientras que la pena propiamente dicha es solo el tema de
debate.
No sé si te sigo.
Iré más despacio. La pena es de lo
que está hecha la vida. Una vida sin pena ni congoja no es vida ni es nada. Hay
una parte de ti que tú valoras en mucho que está empalada para siempre en un
cruce que ya no puedes ubicar ni tampoco olvidar.
¿Tienes autorización para esto?
Vamos a pedir café. Te me estás
poniendo sensiblero.
Mira, no voy a competir contigo en tu
terreno. Eres un hombre de letras y yo soy de números. Pero creo que ambos
sabemos lo que va a prevalecer.
Bien dicho, escudero. Lo sabemos, en
efecto. Lo cual es una lástima por partida doble.
En Stella Maris imagino a McCarthy
desdoblándose en dos personajes para tener una conversación consigo mismo, para
poder argumentar tomando el lugar del psiquiatra y responder desde la posición
de Alice. El psiquiatra representa el orden “normal” del mundo, lo comúnmente
aceptado, ella es una bola de demolición que cuestiona la misma existencia del
mundo desde un punto de vista cercano al solipsismo y al idealismo de Berkeley
(esse est percipi).
En la secuencia de conversaciones con
Alice, la motivación de su psiquiatra es mantenerla con vida. Ella juega con
él, discute, argumenta, ironiza, pero sin intención alguna de avanzar en su
curación. El “toma y daca” recuerda al debate que mantienen el negro y el profesor
suicida de Sunset Limited (la obra de teatro de McCarthy). En ambos
casos, los salvadores fracasan. Y me viene una la mente un argumento de Alice:
el riesgo de suicidio aumenta a la par que aumenta la inteligencia de las
personas, algo muy preocupante visto desde el punto de vista de la evolución de
las sociedades.
El suicidio es el único problema filosófico
serio (Camus).
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