Caída y auge de la fealdad humana.
Todo empezó con un estudio financiado
por la CID (Compañía Internacional Dermoestética). Ese estudio, multinacional,
estableció un patrón oro de belleza para cada raza humana creado por una IA.
Las personas que se situaron más allá de dos desviaciones estándar de ese
patrón fueron clasificadas como dismórficas (aunque el común de la gente lo
simplificó con un adjetivo más familiar: feas). Un riguroso análisis
estadístico demostró que las personas dismórficas (un 8,6 % de la población
general) tenían un riesgo significativamente mayor de pobreza, suicidio, muerte
precoz, depresión… que las personas canónicas. Y esta diferencia se mantenía
incluso después de hacerse una corrección por la edad, situación social… y
otros potenciales factores confusores. Reproduzco aquí unas declaraciones del
CEO del CID: “Es una evidencia científica que la dismorfia constituye un serio
problema de salud pública, y mi compañía está comprometida para actuar
mejorando la calidad de vida de los pacientes dismórficos. Nos ponemos a
disposición de los gobiernos de todo el mundo para que esta terrible lacra
social y personal no siga derribando las legítimas expectativas vitales de
millones de personas”.
La CID ofertó a la población mundial,
de forma gratuita, una aplicación informática que permitía saber en el acto si
una persona era o no dismórfica. En consecuencia, no tardaron en surgir
asociaciones como la AFE (Asociación de Feos/as Españoles/as) que hicieron todo
lo posible para concienciar al público de su pobre condición. Las ciudades se
llenaron de carteles que reflejaban la penosa situación de los afectados por la
fealdad y multitud de anuncios en la televisión y en las ondas de radio
clamaban por desterrar una discriminación a todas luces injusta. Desoladores
testimonios de rechazo profesional o sentimental poblaron las páginas de los
diarios digitales, y los políticos (algunos de ellos bien feos, por cierto) se
apresuraron a mostrar su solidaridad con los afectados de lo que ya era
considerado como una lacra contra la que era necesario luchar. Pero, como
ocurre siempre que surge un movimiento social, brotaron ramificaciones del tronco
principal. Catalanes y vascos reclamaron una fealdad exclusiva y fundaron sus
propias asociaciones. La Euskaldun Itsusien Partzuergoa (Consorcio de Feos
Vascos) no encontró dificultades para situar su bandera, una gruesa línea negra
sombrereando un triángulo del mismo color sobre un fondo blanco (representación
de la singularidad antiestética de la uniceja a horcajadas de una nariz
desproporcionada), en balcones de edificios públicos, acompañando en un lugar
de privilegio a la ikurriña y a la bandera arcoíris. Las personas situadas más
allá del percentil 90%, pronto llamados horribles por sus antaño semejantes, demostraron
que sus resultados en salud y en posicionamiento social eran aún peores que los
de los feos y se erigieron en asociación.
El imparable tsunami dejó algunas
víctimas por el camino. En este sentido, el testimonio de A. es clarificador y
muy representativo de lo que ocurrió con muchos de sus conciudadanos:
-Yo nunca me tuve por feo. Hombre,
sabía que guapo, guapo…no era, pero compensaba mis defectos físicos con
simpatía, buen rollito…y nunca tuve problemas para conseguir la atención de las
mujeres. Después, esa puta aplicación me expulsó de lo canónico…y perdí la
confianza en mí mismo al comprobar que la gente me miraba con compasión. Las
risas y guiños femeninos dejaron paso a palmaditas en la espalda, y acabé
enganchado al whisky y a las benzodiacepinas. Soy un pobre hombre, una
verdadera piltrafa.
Ni que decir tiene que la CID se hizo
de oro puro. Los antaño vocacionales estudiantes de medicina dejaron a un lado
su interés por curar enfermedades y se disputaron los primeros puestos del
examen MIR para convertirse en pudientes dermatólogos o cirujanos estéticos. Los
cirujanos generales, oncólogos e internistas se convirtieron en una rareza
objeto de estudios sociológicos. Quien tenía dinero para ello, acudió a las
clínicas de la CID para contradecir a la naturaleza y situarse en el seguro
entorno de lo canónico. No hizo falta más que las encuestas de las elecciones
pronosticasen un resultado reñido entre los dos principales partidos para que
éstos incluyesen la corrección estética entre las prestaciones del sistema
público de salud. El número de personas que se sometió a una cirugía correctora
(en muchos casos de forma concertada en clínicas de la CID) creció de forma
exponencial.
Pero no todos los feos buscaron un
remedio quirúrgico o dermoestético. Algunos perseveraron en su condición,
quizás por convicción moral, desinterés, falta de aliciente o simple costumbre.
Y este grupo, todavía significativo (un 2,3% del global de la población), constituyó
la que con el tiempo habría de ser poderosa FPC (Feos Por Convicción).
Ejerciendo una enérgica presión sobre el poder político, obtuvieron ventajas
tales como bajas incentivadas, un porcentaje fijo en las oposiciones a la
administración o cuotas en los consejos de las empresas del IBEX35. Estos
logros provocaron que muchos dismórficos se retrajesen de una corrección quirúrgica,
con gran quebranto de las finanzas del CID. Se hizo frecuente la presencia de
dermatólogos y cirujanos estéticos tocando la guitarra o detrás de un simple
sombrero en los metros de las grandes ciudades del mundo. Pero quizás el hecho
más destacado en ese periodo fue el desfile de horribles que, de forma muy
provocativa, se llevó a cabo en la semana de Milan con la firma del famoso
diseñador John Malliano. De repente, lo feo se convirtió en cool y la hermosura
pasó a ser considerada vulgar y aburrida. Famosas actrices y admiradas modelos desfilaban
orgullosas del brazo de horribles en las portadas de los principales tabloides
y revistas del corazón. Reflejo aquí las declaraciones de la cotizada Gisele München
después de haber sido madre:
-Estamos muy felices. Todo ha salido
muy bien, el niño está sano como una manzana. Espero que crezca feliz y llegue
a ser tan feo como su padre.
Aunque hubo casos de personas
canónicas que acudieron al quirófano en busca de alguna deformidad que les
permitiese ser más competitivos, esta práctica, claramente egoísta e interesada,
fue prohibida por los gobiernos, y dermatólogos y cirujanos estéticos decidieron
reciclarse progresivamente en microbiólogos y radioterapeutas. Pasado el
tiempo, las cosas quedaron más o menos como al principio y la gente se conformó,
salvo raras excepciones, con el aspecto que les había tocado en el sorteo
genético. Al menos hasta que otro estudio, patrocinado por la asociación de guapos
desfavorecidos, demostró que la belleza se asociaba a más depresión, peor salud
y un inferior estatus socioeconómico.
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producto de una mente un tanto ociosa y disparatada, no dejen de visitar esta
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