Carnet de puntos de ciudadanía.

Un debate habitual en muchas tertulias es si todos los votos deben valer lo mismo. Si es justo que un delincuente (no pueden votar en las elecciones los presos que están condenados por sentencia firme a la pena de privación del derecho de sufragio, sí los demás) comparta idéntico derecho que un ciudadano ejemplar. Y no me refiero a la “capacidad” para elegir correctamente, que dependerá de una suma de rasgos inconmensurables como la ideología, la inteligencia, la cultura, la formación política, etc. No creo que sea factible discernir entre personas más o menos capacitadas y, con toda seguridad, tampoco sería conveniente (lo deseable es que la cámara de representantes refleje la diversidad social). Pero ¿por qué un sinvergüenza debe ostentar los mismos derechos que una persona virtuosa? ¿Por qué alguien que vive a costa de la sociedad disfruta de la misma capacidad de influencia que alguien que aporta bienestar a la ciudadanía? Mi opinión personal es que no debería ser así. Creo que un “carnet de puntos de ciudadanía” podría ser beneficioso por dos razones: recompensaría a los virtuosos, que verían reconocido su buen hacer, y serviría para transmitir el mensaje de que no todos merecemos la misma valoración de la sociedad, que nuestras acciones importan.

El funcionamiento del “carnet de ciudadanía por puntos” debería ser sencillo. No tendría que ser complicado establecer qué acciones sumarían puntos y qué acciones los restarían. Por ejemplo, sumaría puntos tener hijos (es claramente beneficioso para la sociedad), pero no los restaría el hecho de no tener descendencia. Sumaría puntos aportar un determinado porcentaje de ingresos a los impuestos, pero sólo restaría puntos el fraude. Sumaría puntos cualquier labor de voluntariado, pero los restaría ser sancionado o condenado por un delito. Sumaría puntos no sumarse a la creciente moda de absentismo laboral y los restaría, por ejemplo, el abandono de familiares próximos en hospitales y residencias. En fin, creo que acordar lo que es socialmente beneficioso o perjudicial no debería ser especialmente dificultoso (aunque reconozco que habría disputas acerca de si incluir o no comportamientos “respetuosos con la política de género”, “comprometidos con lenguas minoritarias”, “cuidadosos con el medio ambiente” o “defensores de la oprimida nación”); me temo que, como es costumbre, la política lo enturbiaría todo). Se establecería una clasificación de acuerdo con el “grado de ciudadanía” de cada persona y habría personas que alcanzarían el nivel de excelencia accediendo, en consecuencia, a ciertos privilegios:

-Descuentos para procesos administrativos, transportes públicos, matrículas en universidades, etc, a la manera del carnet de familia numerosa.

-Capacidad para votar dos veces en la misma convocatoria, dejando atrás el clásico “una persona, un voto”.

-Y quizás se podrían valorar otras opciones como un pequeño “extra” en la pensión, o similares.

Por el contrario, los ciudadanos que cayesen por debajo de un determinado nivel, podrían verse privados temporalmente de su derecho al voto y de descuentos o ayudas que rigen para sus conciudadanos.

Es evidente que esto es algo utópico que jamás va a llevarse a cabo, los políticos nunca apoyarían algo así. La izquierda, en general, porque está en contra de cualquier hecho o medida que no sirva para “enrasar” a la ciudadanía. El sueño húmedo del socialismo y del comunismo es una sociedad de personas idénticas en derechos, creencias y comportamientos: la uniformidad (eso sí, teniendo en cuenta que “algunos somos más iguales que otros”). Y a la clase política, en general, siempre le han resultado muy molestas las personas meritorias por varios motivos: uno es que nunca dependerán de sus favores, son personas independientes, y el otro es que funcionan como “personas espejo”, reflejando sus propias miserias intelectuales, laborales o académicas. Las personas meritorias producen el efecto de los espejos del callejón del Gato, deformando el rostro del político que se sitúa frente a ellas.

Esto no es más que wishful thinking en un momento histórico en el que el mérito está en discusión. Parece que la tendencia es que un ciudadano meritorio resulte, cuando menos, sospechoso de haberse beneficiado de su herencia económica o genética. Quizás lo mas razonable sería adoptar una postura conservadora y rezar para que, como mal menor, no cuente negativo. Virgencita, virgencita…

 


 

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