El calvo que contrajo piojos.

 


La conducta del despreciable presidente de la RFEF no me sorprendió lo más mínimo. Había seguido por la prensa sus chanchullos con los jeques árabes, sus roldanescas orgías, y me había indignado con el escandaloso sueldo autoadjudicado. Un paleto disfrazado de Armani, acostumbrado a hacer su voluntad, vestido de chulería sin gracia, prepotente y, por alguna razón que se nos ha hurtado a los ciudadanos españoles, pero que presumo turbia, mantenido en su cargo a pesar de todas las evidencias. No, no me sorprendió lo que hizo y, para ser sincero, tampoco lo que ocurrió después y ahora me dispongo a relatarles.

Todos hemos visto las imágenes y hemos seguido el curso posterior de los acontecimientos. La primera reacción, tibia por la incertidumbre acerca de la posible relación que hipotéticamente podrían haber mantenido los dos protagonistas y por la ausencia de una denuncia formal por parte de la futbolista. La siguiente, firme desde las filas de los defensores del “feminismo clásico”, furibunda desde la bancada del “feminismo religioso”. Sabido es que se impuso el “feminismo religioso” y que los actores de la opinión pública (políticos, periodistas, algún que otro famoso…) exigieron rápidamente la “significación”: a favor o en contra del calvo. Fascista o feminista. Los mudos fueron clasificados como fascistas por silencio administrativo. Siempre desconfié de los gestos gratuitos, lo que los anglosajones llaman virtue signalling, ese postureo a favor de corriente, sin coste alguno, social o económico, sin ninguna acción presente o pretérita que le sirva de soporte. Bien, el calvo había robado, había sobornado y, finalmente, había pecado contra la religión imperante, por lo que fue -a destiempo- puesto en la calle.

Lo que sucedió después ya fue más desconcertante. La madre del calvo se declaró en huelga de hambre (hasta el feminismo más justo se detiene siempre ante un hecho: la maternidad de un hijo varón, disonancia cognitiva mediante) y se encerró en un lugar sagrado, protegiéndose de una religión con otra. Se imprimieron pegatinas con la leyenda “Yo soy Jenni”. El mismísimo Abascal se apresuró a comprar la suya y pegarla en la solapa de su chaqueta. Circular por la calle sin la pegatina se convirtió en un riesgo social y, en ocasiones, hasta físico. Recojo las declaraciones de un joven agredido en el metro de Barcelona por no mostrarla en un lugar visible: “Pero si yo tengo la pegatina…es que venía del gimnasio con la ropa de deporte”. Las agresiones, todo hay que decirlo, fueron condenadas…aunque comprendidas.

Parecía que el asunto se desvanecía entre otras noticias de más actualidad cuando otro acontecimiento sacudió a la opinión pública: habían encontrado a la madre colgada de una de las vigas de la iglesia. La futbolista, pensando que todo lo ocurrido se le había ido de las manos, compareció llorosa ante los medios de comunicación, diciendo que ella no había querido ese terrible desenlace, que la presión colectiva le condujo a acciones que, en un principio, no había considerado oportunas. El “feminismo religioso” quedó desconcertado, la fallecida era una mujer, una de las suyas. Las pegatinas desaparecieron de las solapas y la mayoría social eligió olvidar el asunto. Transcribo ahora una entrevista que el locutor de una escuchada emisora de radio le hizo a un famoso escritor en los días posteriores:

-Le despido con el deseo de que su nueva novela sea un éxito.

-Gracias. Pero antes de irme me gustaría hacerle una pregunta.

-¿Una pregunta? ¿A mí? (se puede apreciar un ligero temblor de la voz en la grabación).

-Sí. ¿No se arrepiente?

-¿Yo? ¿Arrepentirme de qué?

-De haber incitado a la gente al odio.  

-¡Oiga usted! ¡Yo no hice tal cosa! Yo me limité a defender una causa justa…

-No es cierto, y lo sabe. Lo justo es pedir justicia. Ni más ni menos. Pero para usted eso era poco. Quería convertirse en adalid del feminismo, se sintió bien consigo mismo exigiendo a la gente que protestase, que tomase partido. Clasificó a los ciudadanos en buenos y en malos. Recriminó a los “malos”… a los que, machistas aparte, no quisieron portar la pegatina, a los que creían que los linchamientos públicos son enemigos de la justicia, a los que crecieron con el cine de Fritz Lang (“Furia”) o con la novela de Harper Lee. No se arrepiente, ¿verdad?  No, no lo hará porque usted es fanático de una religión y, como cualquier religioso, no atiende a razones.

El resto de la grabación carece de interés, pero creo que sí pueden agradecer que les relate la conversación mantenida por dos hombres, uno calvo y el otro anciano, en el patio de un palacio del Oriente Próximo.

-¿Cómo es posible que hayamos terminado aquí, Juan Carlos?

-Somos pecadores, hijo. Somos pecadores.


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