Nunca mates del todo al cabrón.

 


Yo era un médico con una vida convencional. Acudía cada día a mi hospital, estaba felizmente casado y disfrutaba de la compañía de mis amigos de siempre. Mi única pena, compartida con mi mujer, era no haber tenido hijos, pero en cualquier caso me consideraba afortunado. Hasta que un día se cruzó un gitano en mi camino y todo cambió. Fue un paciente más, ni particularmente complicado, ni especialmente grave, pero el caso es que el hombre quedó agradecido por la atención recibida.

-Doctor, no sé cómo pagarle.

-No es necesario, yo me alegro de que todo haya ido bien.

-Ya sé que no es necesario, y también que no podré darle nada que ya no tenga, pero puedo ofrecerle algo que no se encuentra en ningún lugar, ni siquiera en esas páginas de internet que tanto se usan hoy en día. Es un secreto de mi familia guardado a través del tiempo y transmitido de padres a hijos.

Inevitablemente, esas palabras despertaron mi curiosidad.

-¿De qué se trata?

El gitano sacó de una bolsa un tarro de cristal que todavía mantenía la etiqueta original, Nocilla. Dentro había una especie de pasta densa que recordaba a la leche condensada.

-Verá. Esta crema, si se la unta en la cara, le cambiará los rasgos durante unas horas, no menos de cuatro y no más de ocho. Ni su propia madre podría reconocerle. Pero debe prometerme que guardará el secreto. Confío en su palabra.

En un primer momento pensé que me estaba tomando el pelo, pero la expresión de su rostro era tan seria que rápidamente cambié mi juicio y decidí que estaba algo chiflado. Como rechazar el regalo podría ser considerado como una falta de respeto, me decanté por aceptarlo.

-Muchas gracias, guardaré el secreto.

-Estoy seguro. Pero déjeme advertirle de algo, eche muy poca cantidad cada vez que quiera usar la crema y no lo haga cada día, deje alguno de descanso. Si no lo hace así, sus efectos serán permanentes.

El gitano me dio la mano y desapareció de mi vista para siempre.

Dejé la crema en el cuarto de baño (mi mujer y yo teníamos uno para cada cual) y me olvidé de ella durante un largo tiempo. Creo que es pertinente confesar que nuestro matrimonio había pasado por sus sucesivas fases naturales a lo largo de casi veinte años y los momentos de pasión habían quedado atrás. Yo me encontraba cómodo en la actual coyuntura, seguía enamorado de mi mujer y jamás me había sentido tentado por la infidelidad. Aceptaba la situación tal y como era, y había aprendido a valorar otros aspectos de la vida en común como la confianza, la complicidad, el cariño o el compañerismo. Nada echaba de menos.

Llegó un día en el que se me ocurrió hacer limpieza de mi cuarto de baño y me reencontré con la crema del gitano. Dudé entre tirarla a la basura o probar si lo que me había dicho era cierto, corriendo el riesgo de que me dañase la piel… pero la curiosidad siempre es más fuerte que la prudencia, así que abrí el tarro y, sintiéndome algo estúpido, pero protegido por la intimidad del acto, me apliqué una cantidad mínima en la mejilla. Esperé un rato y vi que no parecía suceder nada perjudicial, así que decidí embadurnarme el rosto con cuidado y con cierta aprensión. Es muy difícil relatar lo que sucedió al cabo de unos cinco minutos. Frente al espejo, vi como la musculatura facial se contraía en algunas partes y se dilataba el otras, produciendo algo así como ondas en la superficie si mi rostro, que se deformaba y contorsionaba de forma espasmódica. A pesar de que no sentía dolor alguno, me asusté terriblemente, y llegué a pensar que la crema contenía alguna sustancia alucinógena que se absorbía a través de la piel y llegaba al cerebro para provocar ilusiones visuales. El proceso duró unos cinco minutos y me recordó a la historia de Jekyll y Hyde en la versión cinematográfica de Victor Fleming pero, cuando acabó el proceso, vi que el resultado no era tan terrible como el que sufría Spencer Tracy en la película. Mi nuevo rostro era anguloso, viril, desafiante, y había sustituido al semblante bonachón y de redondeado contorno que me había caracterizado en los últimos años. Me sentí anonadado y, con el escaso juicio que fui capaz de invocar, resolví salir de casa antes de que llegase a mi mujer y evitar a cualquier vecino en el rellano.

Paseé durante horas sin rumbo fijo, mirándome a cada rato en los escaparates de los comercios que iba encontrando por el camino y preguntándome cuándo despertaría de esa horrible pesadilla. Volví a repasar una y otra vez mis recuerdos de la historia de Stevenson, preocupado porque en el caso del doctor Jekyll, su transformación física no era más que el reflejo de una degradación moral. ¿Seguía siendo el mismo? ¿Me había transformado la crema en un desconocido, no sólo por su aspecto sino por sus valores, actitudes o comportamiento? Al cabo de un largo rato de vagar sin sentido, decidí entrar en un bar y pedir una copa para tranquilizarme y pensar con relativa calma. Conseguí un cierto sosiego al razonar que mis recuerdos y sentimientos no habían cambiado, que no notaba nada raro en mi forma de razonar o de proceder. Cuando terminé de apurar el generoso vaso de whisky, un espejo del local me devolvió mi antiguo rostro.

Con mas tiempo y tranquilidad, pude analizar todo lo ocurrido, algo que había supuesto una verdadera conmoción en una vida que hasta entonces había sido tranquila y ordenada. Por un lado, me sentí tentado de tirar la crema al cubo de la basura, pero por otro, entendí que se me brindaba una oportunidad de anonimato nada desdeñable. ¿Y si me aprovechaba de la situación para conocer lo que los más allegados pensaban de mí? De nuevo, se impuso la curiosidad. Y así resolví acudir con mi nuevo rostro a la sesión cervecera que diariamente celebraba con mis íntimos amigos. Como no quería que sospechasen nada y mi intención era evitar que mi recién estrenado aspecto se les llegara a hacer familiar, procuré llegar algo antes y estar de espaldas a la mesa que normalmente ocupamos. Y así me entere de algunas cosas…

-Qué raro que no haya venido Juan. ¿La habrá pasado algo?

-No creo, nos hubiésemos enterado, o habría mandado un mensaje…

-La verdad es que es un buen tipo. Fiable, sincero, un amigo dispuesto a hacer un favor cada vez que se le pida. Intachable, aunque…

-…aunque tampoco es la persona con la que yo saldría de copas…

-Hombre, no. Yo lo quiero un montón, pero para qué nos vamos a engañar, es algo sosete.

Risas. Así que ésa era la opinión que mis amigos tenían de mí…un tipo bueno y honrado, pero más bien gris e insípido. Debo reconocer que me jodió escucharlo. Pero pensé que sería una buena idea repetir la experiencia en el café donde mi mujer se juntaba con frecuencia con las amigas. El resultado fue más o menos el mismo.

-Oye, Marta. ¿Y cómo os va a ti y a Juan?

-Bueno, lo normal…llevamos mucho tiempo juntos y nuestra relación se ha estancado con el tiempo. No me entendáis mal, yo lo quiero mucho, pero nos conocemos tan bien, sabemos tanto el uno del otro, que el factor sorpresa ya no existe. Supongo que es la evolución natural de una relación y lo acepto con agrado, Juan es una de las mejores personas que he conocido…

-…pero echas en falta algo de pasión.

-Pues sí, como todo el mundo. No se puede tener todo. Reconozco que a veces la convivencia es demasiado previsible y monótona, pero hay que aceptarlo así.

-No tendrías por qué aceptarlo, estás estupenda y muchos hombres se interesarían por ti si estuvieses en el mercado.

-Pero no pienso estar en ningún escaparate.

Todo esto me hizo recapacitar. Lo que había escuchado de mi mujer, aunque era algo plausible y esperado, me resultó particularmente doloroso. Se me ocurrió entonces que la crema del gitano me brindaba una tentadora ocasión. Podría, amparado en un nuevo aspecto, menos adocenado y más viril, tratar de seducir de nuevo a mi esposa. Tracé un plan. Me matricularía con nombre falso en las clases de francés (yo había estudiado ese idioma durante los años del colegio) a las que ella acudía un par de veces por semana. Me mostré participativo, simpático y audaz, pero con un deje golfo en cada una de mis intervenciones. Fui cauto en la aproximación a mi mujer, aprovechando algún momento de descanso para poner sobre la mesa alguno de los temas que a ella le interesaban. Atraer su atención no fue complicado, al fin y al cabo yo tenía la impagable ventaja de conocerla en cada uno de sus detalles, de saber qué detestaba o qué le interesaba, el tipo de sentido del humor que le hacía gracia. Con el pretexto de coincidir en el recorrido de vuelta, la acompañé a casa en alguna ocasión y no fue difícil convencerla para detenernos en una cafetería para rematar conversaciones iniciadas durante el paseo. Yo estaba seguro de que se sentía atraída por mí, pero no tanto de que se decidiera a dar el último paso. Con cuidado fui siendo más osado, haciéndole partícipe de mis deseos con un roce intencionado, una frase susurrada o un contacto de las manos en exceso prolongado. Cayó, y fue más fácil de lo esperado.

Acudí a la primera cita íntima, una cena en un hotel apartado en el que había reservado una habitación, con un sentimiento ambivalente, excitado por un lado con el éxito de la aventura, cabreado por otro porque mi mujer, esa misma noche, hubiese inventado una torpe excusa para reunirse conmigo. Mi esposa había decidido ponerme los cuernos, y entre todos los hombres posibles, me había elegido a mí, aunque ella no lo sabía. Técnicamente no era un adulterio, pero éticamente, sí. Enrabietado como estaba, le arranqué la ropa sin contemplaciones, encerré a mis modales y reparos morales en el armario y di rienda suelta a mis deseos. Puedo asegurar que ella disfrutó más que yo de una experiencia que repetimos periódicamente durante un tiempo, una temporada en la que a duras penas podía esconder mi cabreo en el domicilio conyugal. Por el contrario, ella se mostró más cariñosa y amable que de costumbre, lo que todavía me enfadaba más.

Este equilibrio inestable duró hasta el día en que esperé en vano que revirtiese mi transformación. Esperé durante horas a ver reflejado en el espejo el rostro amable de un hombre felizmente casado en lugar del disfraz retador y gamberro que la milagrosa crema me había proporcionado. Entonces recordé la advertencia del gitano: el uso excesivo del producto podía llevar a un efecto irreversible. Desesperado, retardé el regreso a casa considerando docenas de excusas o argumentos que ofrecer a mi mujer. Al cabo, resolví que lo mejor sería decir la verdad, por increíble que ésta pudiera resultar.

Al entrar en casa la vi tranquilamente sentada frente al televisor.

-Buenas noches.

-Hola cariño, buenas noches. Te has retrasado hoy. ¿Te entretuviste con los amigos?

No me lo podía creer. Se comportaba sin sorpresa alguna, con perfecta naturalidad. Sólo había una explicación posible, mi rostro había vuelto a la normalidad. Corrí al cuarto de baño y, para mi asombro, vi que todavía portaba la facies impostada. Volví al salón.

-Pero bueno, ¿es que no ves nada raro en mi cara?- le grité a mi esposa.

Ella, alarmada, se acercó para examinarme con mayor detalle.

-Pues no. ¿Te pasa algo?

-¿Cómo que si me pasa algo? ¡Joder, has estado follando con esta cara enfrente las últimas semanas!

Entonces fue ella quien se enfadó.

-¿Qué coño es esto? ¿Otro jueguecito tuyo? He llevado con paciencia que aparecieses de repente en mis clases de francés haciéndote el graciosillo, te he seguido la corriente en ese teatrillo de seducción que planeaste por tu cuenta y riesgo, me acosté contigo en hoteles de las afueras… y reconozco que fue divertido. Me gustó. Me hizo desvelar aspectos tuyos en los que no había reparado. Y el sexo…fue genial. ¿Pero esto? ¿A qué viene esto?

Me quedé estupefacto. Me derrumbé en el sofá y escondí el rostro entre mis manos. No entendía nada. Apenas pude balbucear una frase.

-¿De verdad que no has visto ningún cambio en mi aspecto durante las últimas semanas?

-Pues no. Más allá del pelo más corto y un cambio en la vestimenta, más desenfadada, no he notado ningún cambio. Por cierto, te sienta bien. Y has adelgazado…

Decidí que lo más sensato era seguirle la corriente, acostarse, dormir, y dejar atrás esta aventura como si no hubiera sido más que una larga pesadilla.

Pero al día siguiente, vi que mi rostro no era el previo al uso de la crema. Lleno de temor, acudí al hospital, pero nadie pareció advertir la diferencia. Le pregunté a una compañera si me veía distinto.

-Pues no, Juan. Aunque te noto más rejuvenecido últimamente. Ese cambio de look te ha sentado bien.

Mis amigos tampoco hicieron comentario alguno y la conversación en la cervecería siguió el curso habitual, entre críticas a los políticos y enfervorecidos comentarios futbolísticos.

Me rendí. La única explicación posible era que la crema no hubiera cambiado realmente mi rostro, sino la percepción que yo tenía del mismo. Al llegar a casa le pedí a mi mujer que apagase la televisión un momento para tener una breve charla.

-Querida, sé que me he portado de una forma rara últimamente, te habré parecido un poco golfo, pero no te preocupes, a partir de ahora todo volverá a ser como de costumbre.

Ella sonrió.

-Bueno, un poco cabroncete sí que parecías…

-Lo siento. Te prometo que mi conducta será la que solía ser.

Ella tomó mi rostro entre sus manos y me besó.

-Ni de coña. Estás muy bien así. Cariño…nunca mates del todo al cabrón.


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