Los gemelos oncológicos (y tres)

 

Tenía prisa por largarme de allí, la compañía de ese tipo me disgustaba, y ese disgusto se manifestaba con desagradables sensaciones físicas, algo parecido a una marea nauseosa que me costó contener. Su olor personal, su desaliño, sus ademanes chulescos, el tono burlón de su voz…todo ello traducía resentimiento hacia mí y hacia los que son como yo, personas que han alcanzado un estatus social a base de esfuerzo y mérito. El típico resentimiento de clase de quien no ha logrado sacar la cabeza de la mediocridad, quien ha visto una y otra vez, a lo largo y ancho de su vida, como otros se llevaban las mejores calificaciones, los mejores trabajos y las mujeres más atractivas. Un tipo cuyo mundo ideal sería el regido por un gobierno comunista que aupase a las clases desfavorecidas, a los que fueron perdedores en las aulas, que le encaramase a un puesto de responsabilidad que le permitiese segar a los meritorios, a los mejores, a los que le habían superado en deportes y en matemáticas, a los que más tarde lucirían un reloj caro en la muñeca y conducirían un coche de lujo para llevar a cenar a un restaurante caro a una mujer que para él sería siempre inalcanzable.

Podía comprenderlo. En cierto modo, esto supondría una suerte de venganza para un tipo así, una pequeña revancha, convertirse en el burlador de uno de esos hombres que siempre odió y envidió al mismo tiempo. Al menos, podría arrebatarles una pequeña parte de lo que la fortuna les había concedido y a él le había negado. Por eso lo recluté, era perfecto para mi plan. Pero no soy idiota, y sé perfectamente que el trato que habíamos firmado me coloca en una situación de debilidad. Poco o nada le impediría, llegado el momento, hacerme chantaje con la amenaza de desvelarlo todo. Quizás en este momento está sopesando hacerlo ya o, más posiblemente, haya decidido esperar a conseguir algo más de dinero con futuros enfermos. Pero yo estoy lejos de ser idiota, ese pobre desgraciado no ha sabido calarme tan bien como yo a él. Reconozco que soy ambicioso, que me he fabricado un estilo de vida del que, finalmente, me he convertido en esclavo. Y no me importa, estoy dispuesto a pagar el precio. Yo no inventé las reglas, simplemente las he utilizado en mi provecho, consciente de ser un comediante en una representación en la que el decorado lo es todo. Nosotros, los personajes, somos ridículos y patéticos, pero la obra debe continuar, nos guste o no, y si hay que seguir actuando, al menos que el atrezo sea elegante. Hay que lucir bien en la farsa, y para eso hace falta dinero.

Pero lo que el pobre desgraciado no ha tenido en cuenta es que yo soy un médico que me tomo en serio el oficio, que no se permite el fracaso con los pacientes. No me entiendan mal, no es por altruismo ni tampoco por una actitud moral enraizada en el juramento hipocrático, que convierte al enfermo en la mayor prioridad. Es por orgullo, por la satisfacción de demostrarme a mí mismo que soy el mejor, que puedo triunfar donde la mayoría falla, que puedo extraer la mejor solución que la ciencia médica ofrece en cada caso, y para ello estoy dispuesto a cruzar cualquier barrera legal o ética. Y si ello me permite vivir en un lujoso decorado, mejor todavía. Ese incauto se pregunta por qué tenemos que hacer el paripé sometiéndolo a análisis o exploraciones radiológicas, si realmente no está enfermo. Le expliqué (hoy he tenido que volver a hacerlo), que debemos guardar las apariencias, que hay que dotar de verosimilitud a la farsa. Pero lo que él no sabe es que en una de esas sesiones le inoculé la enfermedad tumoral de su gemelo oncológico. Pronto empezará con los primeros síntomas… y vendrá a consultar conmigo. Y yo le explicaré la verdad. Sé que se pondrá furioso, que incluso intentará agredirme, que amenazará con llevarme a los tribunales. Pero todo eso se quedará en un inútil arrebato, porque se dará cuenta de que está en mis manos, que si quiere optar a los mejores tratamientos, si confía en tener una sola posibilidad de supervivencia, no le quedará otro remedio que aceptar la realidad y doblegarse e implorarme que lo admita como paciente. Y yo me tomo muy en serio mi oficio pero, desgraciadamente, nadie logra un cien por cien de éxito. 

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